La epopeya de las arenas

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Las imágenes del desierto no pertenecen sólo a sus habitantes, los nómades, ellas no constituyen sólo un decorado exterior para ciertos pueblos, ellas habitan a todos los hombres interiormente e impulsan a los sedentarios a emprender grandes viajes sobre la superficie del mundo. Antes de poder suscitar en éxtasis de los sentidos, como el que nos testimonia los místicos, el desierto nutre al hombre de sueños y de expectaciones por atravesarlo. Porque el primer poder del espacio mineral es despertar un gusto por la movilidad, un deseo por franquear el límite, accesos a territorios desconocidos. El desierto representa en primer lugar el imaginario, individual o colectivo, de la aventura o de la conquista y se alía a las orientaciones seductoras, a menudo ilusorias, de la voluntad de poder, del desafío a la maestría. [...] El desierto constituye un espacio de desafío que permite al yo elevarse a la desmesura. En este sentido, el imaginario del desierto deviene un imaginario del Yo exacerbado, agrandado a la dimensión de un mundo sin límites que él ha vencido.En este contexto,el espacio resulta,ante todo, el soporte de un imaginario dramático y conflictivo. El espacio es percibido allí como saturado de peligros, de fuerzas hostiles, humanas o físicas, contra las cuales el explorador debe exacerbar todas las fuerzas de sobrevida y de defensa[...] . El desierto no es propiamente una puerta que se abre hacia otro mundo, sino un pretexto para alcanzar un otro Yo, el otro del Yo.
Jean Jacques Wunenburger, la vida de las imágenes.

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