IV- Réquiem para el hombre de barro - Juan Pablo Ringelheim

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Estos son tiempos de belleza y terror. El hombre de barro fue cocido al calor del sol de verdad. Un sol que abrió dos grietas en su carne, por las cuales penetró. A tales grietas se las llamó ojos, y los ojos fueron hechos a imagen y semejanza del sol. Con los ojos el hombre de barro amó y dio calor. Con los ojos el hombre demarcó formas y diferenció cosas. Y el hombre reconoció la verdad, y la distinguió de la ficción. Se vio a sí mismo como un ser individual, distinto del mundo abierto ante su vista. Y supo reconocer la belleza. La belleza del mundo era tanta que el hombre cayó de rodillas. Arrodillado comenzó a diseccionarla, clasificarla, acorralarla y, al fin, petrificarla. La contemplación del cuerpo de la mujer, la escultura, la pintura, la arquitectura, el paisaje, fueron las formas con que el ojo petrificó la belleza. Así la encontró contenida y asegurada. Y con esto el hombre de barro se calmó y puso de pie. Pero a costa de aniquilar la belleza en su constante devenir. La belleza en devenir es belleza y también terror. Antiquísimas dos caras de la belleza: labios vaginales derramando sangre espesa entre las piernas, lamidas por un ángel sin dientes. Pero el hombre de barro, ante tal experiencia, satanizó a drácula y santificó el algodón. La belleza petrificada es linda, como una chica bajo el sol, pero ha dejado de ser belleza. Una torre también puede ser linda. Y una torre incendiada y derretida en su acero es ya bella. Pero dos torres cayendo con la gravedad de un avión son belleza y terror. El hombre de barro, ante la belleza desatada, imploró seguridad. Ahora la belleza petrificada, la imagen linda, es para el hombre líquido una antigüedad de otros tiempos. Una forma estática y abandonada: la cara de cristo dibujada por el polvo en la pantalla de un monitor apagado. El hombre líquido está constantemente encendido y adora la belleza en devenir. Ver en You Tube la cabeza rodando del hombre decapitado en medio oriente, y rebobinar hasta ponerla nuevamente en su lugar, para dejarla caer otra vez. Eternamente muere y renace, y la sangre de ese cristo fluye por tubos de cable coaxil.

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