Cinco por la negativa: las carencias
Uno. No saber quién es. Es el mejor motivo y el que  a él más le hubiera gustado. Enterarse de que es –para muchos– el mejor  poeta argentino del siglo XX es un dato que puede despertar al menos la  curiosidad, primer paso hacia la posibilidad de tener una aventura;  quiero decir: una experiencia que nos cambie la vida. Conocer a Girondo  vale la pena precisamente por eso: te deja diferente de cómo te  encontró.
Dos. No haberlo leído. Es una suerte, como no haber  leído todavía a Pessoa o a Pound. O no haber ido a China o no conocer  Africa. Se te abre un mundo desconocido, una puerta. A mí me pasó cuando  tenía algo más de veinte, en la segunda mitad de los ‘60, y el Centro  Editor lo reeditó en una colección barata y popular. Después encontré la  edición de Losada de Persuasión de los días, de 1942, en Fray Mocho. Es  lo que más me gusta de él. La tengo todavía.
Tres. No leer poesía en general. Oliverio está  especialmente indicado para los prejuiciosos o escaldados por algún  contacto negativo con textos poéticos que les provocaron  desconcierto/rechazo/alergia/fastidio. Girondo se entiende y se  disfruta. No necesita exégetas ni mediadores letrados (que los hay, casi  en exceso). Jamás un libro suyo se te cae de la mano. Reconcilia con la  poesía.
Cuatro. Estar amargado / estar engrupido. La  lectura de Girondo (como la de Drummond de Andrade, por ejemplo) vacuna  contra la estupidez de la queja sistemática y/o la autosatisfacción del  acomodado en su molde comprado a plazos. Ni la hipocresía ni la  autoconmiseración.
Cinco. Querer amasijarse / ser un boludo alegre.  Incluso en sus momentos más jodones y festivos, Girondo habla en serio:  nunca es solemne; y en los momentos de mayor desesperación –que los  tiene– tiene la humildad de admirar el Misterio de lo dado y reconocer  el Error, la soberbia pretensión manipuladora de saberes e instituciones  (incluso el mismísimo lenguaje). Por eso nunca es patético. Te cura de  la soberbia elocuente (regodeo en el sinsentido) y de la ignorante  (hacerse el boludo).
Cinco por la positiva: los libros
Seis. Veinte poemas para ser leídos en el tranvía  (1922) y Calcomanías (1925). Su primer libro, desprejuiciado fundador de  la vanguardia argentina de los ‘20, son viñetas, croquis, apuntes  tomados al paso de Mar del Plata a Venecia, de Buenos Aires y Río de  Janeiro a Venecia. Ahí está el “Exvoto”: “Las chicas de Flores se pasean  tomadas de los brazos para transmitirse los estremecimientos, y si  alguien las mira en las pupilas, aprietan las piernas del miedo de que  el sexo se les caiga en la vereda”. Famoso. El segundo salió en España,  con dibujos suyos. “Calle de las sierpes”, Sevilla, 1923: “Cada  doscientos cuarenta y siete hombres / trescientos doce curas / y  doscientos noventa y tres soldados / pasa una mujer”.
Siete. Espantapájaros (1932). El primero editado en  Buenos Aires, y el más perfecto hasta entonces. Dos docenas de breves  prosas inolvidables, algunas inquilinas habituales de toda antología:  las setenta y dos acciones amorosas del texto 12. “Se miran se  presienten se desean / se acarician se besan se desnudan / se respiran  se acuestan se olfatean”. Las maravillosas maldiciones del 21: “Que te  enamores tan locamente de una caja de hierro que no puedas dejar, ni un  momento, de lamerle la cerradura”. Qué bárbaro.
Ocho. Persuasión de los días (1942). Son poemas  existenciales, si cabe; la pura intemperie espiritual sin ningún tipo de  franela compensatoria. “Dicotomía incruenta”: “Siempre llega mi mano /  más tarde que otra mano que se mezcla a la mía / y forman una mano (...)  Por eso es muy posible que no acuda a mi entierro / y mientras me  riegan de lugares comunes / yo me encuentre en la tumba / vestido de  esqueleto / bostezando los tópicos y los llantos fingidos”.
Nueve. Campo nuestro (1946). Ya a fines del ’30  había vuelto –con la crisis, con la guerra, con el desastre europeo– a  mirar para adentro, a reflexionar sobre la cuestión nacional: la  cultura, la economía, incluso el paisaje. Hay varias versiones, hasta el  cincuenta, de sus poemas a la (redescubierta) pampa primordial, vaca  madre, plana nada elocuente. Es el Girondo menos conocido y manipulable.
Diez. En la masmédula (1956). Es el final, el salto  en el vacío experimental, la ruptura de las palabras y de la sintaxis,  la busca absoluta. Es el Girondo que seduce a surrealistas tardíos  (Molina) y marca el camino de la puesta en tensión extrema del  instrumento que empujará a la larga a algunos de los mejores, como  Lamborghini, a sus propios confines. “El puro no”: “El no / el no  inóvulo / el no nonato / el noo (...) / el macro no ni polvo / el no más  nada todo / el puro no / sin no”. Apaga y vámonos.
Cinco por cuestión de salud
Once. Saber reír. Con Girondo, el humor irrumpe en  la poesía argentina como un pedo en misa, un chiste verde en un velorio,  un codazo en un desfile. Se da y concede permisos. Del humor ingenioso  –que comparte con Ramón Gómez de la Serna, por ejemplo– saltará al humor  negro y escatológico. No es un adorno, ni un chiste. Es una manera (la  única digna) de mirar el mundo.
Doce. Cagarse en (casi) todo. La irreverencia (“¡Se  celebra el adulterio de la Virgen María con la Paloma Sacra!”, de  “Verona”) y la provocación iconoclasta que picotea los bordes de los  tabúes con ingenio y desparpajo tienen una violencia corrosiva  inusitada. Espantapájaros, por ejemplo, no es sólo una provocación sino  un libro memorable, único para su época y para nuestra cultura.
Trece. Saber enojarse. Girondo no es un ruidoso  payaso oportunista íntimamente integrado sino un observador feroz de la  sociedad y las costumbres perversas de su tiempo. “Lo que esperamos”:  “Yo sé que todavía / los émbolos / la usura / el sudor / las bobinas /  seguirán produciendo / al por mayor / en serie / iniquidad / ayuno /  rencor / desesperanza / para que las lombrices con huecos portasenos /  las vacas de embajada / los viejos paquidermos de esfínteres crinudos /  se sacien de adulterios / de hastío / de diamantes / de caviar / de  remedios”.
Catorce. Celebrar la vida. Porque a la hora de  reconciliarse con el mundo, ya despojado del “miasma” del comercio  humano, a contrapelo de una “civilización” descaminada, Girondo descubre  –y sabe revelar para nosotros– el soberano estupor ante lo natural  visto con mirada adánica. “Inagotable asombro”: “Este perro / este perro  / ¡Indescriptible! / ¡Unico! / (...) Cotidiano, inaudito / que  demuestra el milagro / que me acerca al Misterio / que dan ganas de  hincarse / de romper una silla”.
Quince. Angustiarse en serio. Pocas veces en la  poesía contemporánea –en la latinoamericana, sólo en Vallejo– la  expresión de la angustia ante las cuestiones de sentido que atraviesan  al poeta en vida y muerte, alcanza la radicalidad –sin clichés ni  recetas verbales o existenciales– del último Girondo. En la masmédula  es, como sucede con un solo de Parker, un gesto definitivo e  irreductible.
Y cinco porque sí
Dieciséis. El nombre que le pusieron. Llamarse así  no suele ser gratis. Qué hace alguien que se llama así. Y de chiquito.  Hay que bancársela. Creo que en su caso fue un estímulo: debió estar a  la altura, con ese nombre de payaso, equilibrista o político radical al  estilo Crisólogo Larralde. Toda su obra es un comentario, una prolongada  digresión tragicómica a partir de su nombre.
Diecisiete. La cara que tenía. También tuvo que  hacer algo con la cara, remontarla. En eso, como Macedonio (otro que  vino con un plus nominativo), ganó cara y equívoca venerabilidad con el  tiempo. Era de ojos saltones, dientudo y con mentón fugitivo: las  caricaturas de la época son alevosas. La barba lo disfrazó, pero  operando al revés de las caretas: lo puso grave, reservando la gracia y  la ironía para los ojos.
Dieciocho. Las cosas que hacía. Las jodas famosas,  la prolongada estudiantina, su espíritu juguetón, iconoclasta. El  memorable lanzamiento por calle Florida, en coche fúnebre, de  Espantapájaros, con el muñeco de la tapa, dibujado por Bonomi,  convertido en escultura de papel maché, y con chicas vendiendo el libro.
Diecinueve. La mujer con la que se casó. Un hombre  también se justifica/explica por las mujeres que amó y lo amaron.  Oliverio conoció a la brillante colorada Norah Lange en 1926 y se  casaron en el ‘43. Fue su mujer, su amiga, su cómplice talentosa. La  oradora de banquetes que supo reunir en Estimados congéneres, la  memoriosa de Cuadernos de infancia, la novelista de Personas en la sala.
Veinte. Las fechas del almanaque. Acaso sea un  pretexto que hoy, 24 de enero, se cumplan 44 años de la muerte de  Oliverio, en el verano de 1967. Norah lo sobrevivió sólo cinco más. El  otro pretexto que nos da el almanaque para leer a Girondo es que este  año, el 17 de agosto, se cumplen 120 de su nacimiento en 1891. A ver si  nos acordamos.