Andrei Tarkovski- Stalker (1979)

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Por Israel Paredes
Stalker (1979) es un viaje hacia la nada, hacia el vacío. Un viaje que tiene un comienzo y un final y donde se transita un largo caminar. Pero, sin embargo, la posible meta de ese camino se difumina incluso antes de llegar. Tres hombres se introducen por un lugar denominado "la zona" en busca de una habitación donde, al parecer, los sueños se hacen realidad tras haber estado ahí. Es un viaje hacia la quimera, hacia la posibilidad de que lo añorado o ansiado se convierta en real. Es, al fin y al cabo, el viaje anhelado por cualquier ser humano, dispuesto a pasar las más duras y las lamentables pruebas con tal de poder, al final, conseguir ese sueño preciado que, en algunos casos, es más que posible que tan sólo habite en el subconsciente. Un sueño que, incluso hecho realidad, puede que ni se ajuste a lo esperado. Andrei Tarkovski introduce a sus personajes en esa zona, cuya naturaleza es desconocida, pudiendo tanto tratarse de una zona destartalada tras haber caído un meteorito como un lugar que ha recibido la visita de seres de otro planeta, atendiendo a la necesidad de que su desplazamiento sea el que vaya condicionando y haciendo avanzar la narración. Por eso, cada parada que realizan, en verdad, se convierte en todo un conjunto de disertaciones que, en ocasiones, se rebelan como excesivas, por mucho que puedan llegar a interesar. Tras la caminata, en un alto del camino, los hombres hablan, como si el propio movimiento y el agotamiento atesorado durante el caminar, propiciaran esa comunicación que, en muchas ocasiones, no lleva más que a enfrentamientos verbales entre ellos al expresar opiniones encontradas. Se puede ir trazando una evolución en sus pensamientos, puesto que cada paso que dan los van radicalizando, muestra de que la propia fuerza física que impone el andar hace que la mente, de alguna manera, se vuelva más dispersa, quizá también más preclara. Van encontrándose a ellos mismos y sus motivaciones se hacen más elocuentes. Se descubren antes ellos y ante los demás, posiblemente la verdadera función de esa zona, la de sacar el verdadero yo de cada uno a través de su recorrido, no porque ella influya en los paseantes, si no porque estos acaban influyendo en sí mismos. Si Stalker puede entenderse como cine fantástico se debe a que hay una realidad corrompida por un elemento extraño, en este caso, la zona. Sin embargo, Tarkovski regala la fotografía en color a las secuencias desarrolladas en ella, mientras que los colores sepia que podían dar una textura de irrealidad quedan para aquellas que suceden fuera de ella, a la sazón, lugares aún más decrépitos que la propia zona, como esa habitación donde vive el stalker que da nombre a la película con su mujer y su deforme hija (deformidad proveniente, posiblemente, como consecuencia de la zona) o el bar donde los tres hombres comienzan y terminan su peregrinaje. Dos realidades cercanas que deben de ser diferencias a través del cromatismo que las ilumina y otorga identidad, dejando claro que, para bien o para mal, en la zona, se encuentra algo de luz y color que la vida normal carece. Tarkovski parece creer en ella más, a pesar de la propia inconcreción de su naturaleza; o puede que por ello mismo. En ella es posible encontrar algo, aunque no se sepa bien el qué, algo que, en la zona aparentemente normal, parece casi imposible en una vida desarrollada entre muros quejumbrosos y barrios de pobreza donde los hombres necesitan, como sea, un lugar como la zona donde poder introducirse en busca de algo que les de sentido. Quienes se han iniciado en el viaje hacia la zona lo han hecho movidos por la creencia de que allí hay algo. La habitación que puede conceder deseos es quizá la excusa, la manifestación de esa creencia, siempre necesario el crear un icono para toda creencia, darle un cuerpo físico en el que poder agarrarse así como al que poder mirar y encontrar respuesta. La zona, en toda su extensión, habla sobre la necesidad de los hombres de tener ese algo en el que creer, máxime en una realidad oscura, casi siniestra. Por eso, un escritor de éxito que ha perdido la inspiración desea ir a la habitación para poder, así, recuperar el tono a la hora de escribir; un científico, para poder constatar lo que allí ocurre. Dos mentalidades diferentes, una creativa y otra científica, pero en busca de lo mismo; a penas importa que las motivaciones sean diferentes, prevaleciendo ante todo esa necesidad por ambas partes de llegar hasta allí. Entre ambos, ese stalker, rastreador de la zona y sin quien están perdidos, que representa la mentalidad del pueblo, o de cierta parte de él, el hombre normal, casi vulgar, anclado ya no en creencias, si no en supersticiones que ni él mismo sabe de donde proceden pero que son necesarias de seguir, no vaya a ser que de no hacerlo ocurra algo. Pero todos se encuentran atraídos por esa zona cuya visión no produce en momento alguno desasosiego por sí misma, si no por la relación que mantienen los personajes en relación a ella. Porque en sí misma no hace nada en contra de ellos, tampoco a favor, son ellos mismos quienes, con sus actos, con sus movimientos, interactúan con ella. La dan sentido con su presencia, porque sin ella la zona no sería nada más que una extensión de naturaleza semisalvaje, animales errabundos y construcciones abandonadas valladas por los militares que impiden el paso a una población necesitada de aventurarse por nuevos derroteros que consigan sacarla de la cruel realidad. Lecturas sociales, políticas, religiosas, todas ellas entran en juego en Stalker, complicándola en extremo y, en caso de rizar mucho el rizo, conseguir que se convierta en un texto casi ilegible, inabordable. Tal es su densidad, de ahí que sea más que apropiado quedarse en la superficie de lo que narra, como es la necesidad de un viaje que aún teniendo un sentido parece carecer de él, puesto que aquel es de por sí un sinsentido. Los personajes viajan sin tener en momento alguno claro qué es aquello a lo que se dirigen, quizá la mejor motivación de un posible viaje, donde la meta de llegada es incierta, para lo bueno y para lo malo. Habría que detenerse en cada momento del viaje, en cada parada, antes que en el momento de llegada, puesto que el viaje que Tarkovski plantea importa antes que nada por cada paso dado, ya que al llegar a la habitación en cuestión no se logra aquello ansiado, la introducción en su interior para poder hacer de los sueños una realidad. El científico, quien ve en ella la creencia absurda de un pueblo burdo, quiera hacerla explotar, a lo que el stalker se oponen pero el escritor no, quien al llegar ahí comprende lo absurdo de sus propias ansias. Tarkovski no llega a enseñar nunca esa habitación de manera frontal: durante una larga secuencia se ven a los personajes enfrentados a ella, quedando ella fuera de campo, aunque presente; después, los personajes son encuadrados desde el interior de la habitación, cuyas estructuras se presiente aunque nunca se muestren de manera total, un lugar tan destartalado como el resto de edificaciones de la zona, azotada por unas goteras que aumentan cuando comience a llover. Un lugar, al fin y al cabo, como cualquier otro cuyo significado, casi sagrado, proviene de aquellos quienes se lo han querido otorgar, no por su propia naturaleza. Tarkovski parece querer mostrar la imposibilidad de poder creer en la consecución de los sueños, al menos de una manera tan fácil, cuando no la imposibilidad de cualquier creencia. El mundo que crea fuera de la zona es un mundo cuya realidad hace casi imposible el poder creer en nada, sea cual sea la naturaleza de tal creencia. El vacío, la nada, rodea cada rincón y recorre cada aliento. La esperanza, puesto que el escritor y el científico han fracasado y el stalker sigue obsesionado por la pureza de la zona y por aquello que ésta otorga, parece perdida, al menos para una parcela de la población. De alguna manera, ellos representan, a su vez, una sociedad que ha ido atesorando a lo largo del siglo pasado un tesón de frustraciones en todos los campos que difícilmente puede agarrarse a creencia alguna. Tan dura fue la decepción. Hay quienes quieren, pero la realidad les prohíbe el hacerlo. Y quienes con una mentalidad supuestamente más abierta podrían hacerlo, reniegan, pues tienen miedo de que, en efecto, exista algo en lo que poder creer aún. Por eso hay que quedarse con esa niña que al final de la película, con su cabeza tumbada en la mesa, mira unos vasos y telepáticamente consigue moverlos hasta tirar uno al suelo mientras la música se confunden con el sonido de los trenes y el ambiente. Una niña malformada pero que, en su propia deformidad, encuentra la magia. La mirada de esa niña, su presencia como cierre de Stalker, viene a decir que, a pesar de lo anterior, puede que no todo esté perdido. Fuente: www.miradas.net

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