Star Trek: Un mundo artificial (5 de 5)

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Motoi Yamamoto

Star Trek: un mundo artificial Por Fernando Diez (Summa 46)

Por largo tiempo lo natural aparecía como un territorio insondable e infinito, limitado por abismos y peligros indescriptibles. Como un confín misterioso que necesita explorarse en un acto que es la aventura misma. Esta noción comenzó a disolverse con la primera circunnavegación (4) e inició en la naciones europeas una vocación irrefrenable por la exploración, el "descubrimiento" y la colonización del mundo. Una vocación por llegar a los todos los confines expandiendo la influencia de su conocimiento y sus creencias, lo que ellos mismos consideraron la "civilización". Esta vocación, aunque pudiera estar signada por la ambición, iba más allá del mero poder territorial o la vocación catequista y se extendió hasta el siglo XX cuando por primera vez el hombre llega a la última frontera, el polo sur (Amudsen, 1911) y a la última cumbre (el monte Everest, Hillary y Norkay, 1953). La colonización toma en el siglo XIX el carácter de una sacrificada epopeya de simples granjeros, como la "conquista del oeste norteamericano" que es la manifestación de una voluntad expansiva que se completa con el ferrocarril y el telégrafo, la expulsión del indio y la fundación de escuelas, simétrica a la realizada en la Argentina por la Generación del 80. Una visión expansiva que ve al territorio como una extensión a ser controlada, ocupada, medida y cartografiada y finalmente colonizada y "civilizada" con la cultura normalizada del conocimiento que se cree "universal". Existe una profunda vocación de control del territorio cuya misión es establecer una unidad de funcionamiento con los núcleos seguros de los centros políticos que son las ciudades. En esta visión la seguridad y la justicia, la educación y la salud deben extenderse desde la urbe a todo el territorio estableciendo una homogeneidad cualitativa y completa sobre el territorio. El mismo éxito de este control territorial produce un paisaje cartesiano de sembrados regulares, líneas férreas, canales y lagos artificiales. Esta visión exige una alianza con la naturaleza, en la que ésta es domesticada y sus fuerzas orientadas al beneficio del hombre. Expresión paradigmática de esta actitud es el cultivo, que no es artificio ni naturaleza, sino la conducción de las fuerzas naturales.

Pero si esta visión dominó todo el siglo XIX y la mayor parte del siglo XX, una percepción opuesta comienza a desarrollarse desde comienzos del siglo XX. La percepción de la naturaleza como algo esencialmente peligroso comienza a diluirse en una confianza que encarna el barco a vapor. El transatlántico se convertiría en imagen de la máquina capaz de imponer su voluntad al capricho de los vientos, el vapor ya no debería adaptarse a la dirección de los vientos sino que podría navegar en la dirección deseada cuando y cómo quisiera, incluso en contra del viento. Le Corbusier se encontraría fascinado por el transatlántico, símbolo paradigmático de la máquina moderna (el transatlántico de los años 20 y 30), a la vez habitación y vehículo, que encarna el artificio del hombre, el control supremo sobre la forma. Junto con el aeroplano, el transatlántico contiene una idea más general: la de la nave. En la nave todo es artificial, todo está determinado hasta su última instancia por la voluntad del proyecto, las funciones mecánicas y la tecnología humana. A diferencia del cultivo, la nave prescinde de la naturaleza, le es ajena. Configura un mundo artificial, habitable, capaz de trasportarnos a través de la naturaleza, que invita a contemplarla con la displicencia del voyeur, convirtiéndola en paisaje. En esta proposición el paisaje es algo afuncional, puramente externo, esencialmente estético. Es un recurso, pero no un hábitat. Este principio de la nave que tan bien personifica la situación del crucero visitando costas cuyas bellezas o pobrezas pueden disfrutarse desde la nave misma, se traslada crecientemente a la arquitectura, y si los pilotis sirven para "despegar el edificio del suelo" la terraza-jardín sirve de cubierta desde donde contemplar el horizonte del mundo. La unité d´habitation simula magníficamente la nave que vaga por una naturaleza casual, equipada en su cubierta media con los servicios, provisiones y amenidades que permiten una autonomía de la ciudad. La exploración del espacio no sólo aumentó la percepción poética de la nave, sobre todo cambió la percepción de aquello que se contrapone a la nave: el paisaje. El paisaje se amplió pero además se hizo más hostil y aleatorio, siempre ajeno. Durante todo el siglo XX puede apreciarse un crecimiento sostenido de la preponderancia de la nave en detrimento del territorio. El deseo y el esfuerzo de control se desplaza del territorio a la nave. La nave se convierte en un paradigma poético definida sobre todo por la artificialidad, pero que también redefine el territorio como algo que deja de ser objeto de un deseo expansivo, de una voluntad de control. Comienza el repliegue del territorio, este es visto como algo pasajero, como un paisaje residual donde pueden abandonarse los desperdicios de la nave que parte en dirección a otros mundos. Si el hecho de que la serie televisiva Star Trek (5), (Viaje a las Estrellas) se ha convertido en objeto culto para un legión de seguidores o "trekkies" tiene algún significado profundo, es que encarna de manera insuperable el paradigma de la nave. El navío Enterprise (o el Voyager) es el hogar de sus tripulantes, que recorren distintos mundos, para verlos sufrir, perecer o simplemente subsistir, ajenos a la estabilidad artificial de la nave. La nave encarna el sueño de un mundo artificial, pero también se contrapone a la realidad de mundos inhabitables, hostiles, incluso bellos, pero siempre ajenos, mundos residuales respecto de los intereses de la tripulación del Enterprise. Esto exige una nueva visión del territorio que privilegia un control mayor sobre un ámbito menor. Prefiere el control absoluto sobre la artificialidad de la nave y por lo tanto se repliega del territorio. En la arquitectura esto se manifiesta elocuentemente en la construcción de una serie de sitios y edificios que se definen por su autonomía y su aislamiento del territorio inmediato que denomino "enclaves"(6). Puede tratarse de los clubes de campo (o country clubs) o de los barrios cerrados protegidos por cercas. Pueden ser los "shoppings", los paseos de compras o los grandes contenedores del entretenimiento o la cultura. Pueden ser los grandes parques temáticos o las grandes torres de viviendas aisladas de su entorno urbano, que se han convertido en modelo de desarrollo residencial para Buenos Aires. Puede ser el "parque de oficinas" suburbano o el "parque industrial". Se trata de un nuevo repertorio programático de situaciones cada vez más difundidas cuya condición común es la del enclave. El paradigma de la nave orienta la construcción de enclaves cada vez más autónomos, y también de edificios más grandes y más aislados del contexto. También imprime una expresión a la arquitectura y al diseño en general que adopta la metáfora de la nave. Así el edificio se vuelve convexo, formalmente autogenerado, objetual, atectónico, unitario. Como la nave, el edificio pretende atravesar el territorio más que asentarse en él, la nave penetra el espacio, lo abre y lo desplaza, nunca lo configura, como había sido la tradición del urbanismo. (7) En todos los casos se trata de un repliegue del territorio, cuyo control se abandona o se debilita a favor de un mayor control sobre la nave-enclave. La seguridad se consigue acorazando el perímetro menor de la nave. El efecto es, inevitablemente, que la condición del territorio es cada vez más residual en detrimento de su condición cultural. Sin embargo el abandono del territorio y sus instalaciones no es visto como una claudicación, sino que se percibe como una perdida de interés, un interés que se ha desplazado a la nave, a un control más preciso. El interés ha pasado de lo cultural a lo artificial. La nave representa un nuevo sueño de estabilidad y previsibilidad, un sueño que se ha desplazado del territorio a la nave.

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