Un habitar en torno a la metáfora de la casa - HUGO MUJICA

|

El texto sobre "un habitar en torno a la metáfora de la casa" fue leido por Hugo Mujica en el marco de un encuentro realizado en la ciudad de Neuquén y organizado por el grupo Odisea en Octubre de 2008. La  lectura fue grabada.


Un habitar en torno a la metáfora de la casa.

El ser humano no es, está. O podríamos decir que estar es su manera de ser, su encarnación. La casa, la nuestra, es la cifra humana de ese estar. Es el espacio creado por uno, cuando uno se congrega sobre si mismo, abriéndose desde si mismo. Dejando llegar. No se está dentro de la casa como el agua dentro de un vaso. Se está en la casa habitándola. Se la habita siendo ese estar. Aconteciendo en él. Cuando el estar es un habitar, cuando la casa se enciende hogar, entonces no meramente se está: al fin se nace.

1
Lo más cercano, lo inseparable de mi, aquello con lo que me identifico y me identifica es mi cuerpo, que curiosamente  es vivido y experimentado ambigua y obviamente: soy mi cuerpo y a la vez tengo un cuerpo. Como si él estuviese entre el interior y el exterior, como si fuera el mediador entre lo propio y lo poseído, lo que soy y lo que tengo., también entre yo y lo demás, todo lo demás, el afuera y sus cuatro puertas abiertas: el mundo. Algo semejante a esta experiencia es la casa. La vivienda que habitamos,  dentro de la cual y gracias a la cual somos, devenimos mundo, el ser humano habita su pasar por la tierra, y sólo pasa y siempre queda, se demora. Mora, construye su casa, la habita. El cuerpo que no nos fue dado elegir lo escogemos, lo plasmamos y extendemos en la casa. Podríamos decir que es el cuerpo del cuerpo, la piel de la piel. Más que el espejo que solo refleja nuestro rostro, la casa espeja nuestra vida. En ella no nos miramos: nos reconocemos. En ese reconocimiento, en el reflejarnos transparentándonos: somos. Y  como humanos, somos estando, vivimos habitando. La casa es algo así como la cosmografía de nuestra extensión. Es ella y no el cuerpo, la que experimentalmente marca el afuera de nuestro ser, de nuestro estar, lo que está más allá, lo umbral afuera, lo inabarcable.
De todo lo propio, de todas nuestras propiedades, la casa es la única en la que estamos y nos sentimos dentro, es lo propio que nos contiene, lo abarcado en lo que nos sobrepasa, el espacio que nos abraza y en el cual nos desplegamos, el vacío que llamamos nuestro, mi mundo propio dentro del mundo.
Lo propio, algo propio, puede querer decir propiedad. Lo que se posee. Lo que es de mi pertenencia. O puede significar identidad, aquello que es lo mío pero no como pertenencia. Como aquello que me constituye. Como aquello que soy. Como lo mío que me distingue, que me dibuja. Lo propio de mi persona. El rostro que me expresa y constituye. Me constituye diferenciándome de los otros.
Propio, la cifra de lo más propio, es el propio nombre: expresión de toda otra propiedad, toda otra singularidad.
Propia en nuestro ejemplo es la propia casa: en la casa somos y  la casa nos hace.
Como ante todas las cosas esenciales o dentro de ellas, no sabemos a ciencia cierta sin nos pertenecen o somos nosotros los que pertenecemos a ella. O si esa ambigua compenetración no es más que lo propio de nosotros mismos. La casa –podríamos decir- es lo propio no lo apropiado, donde se está, no lo que se tiene. Propiedad, es cierto, en tanto que posesión, pero  posesión que  -y es lo que buscamos reeditar aquí-   lo es en sentido único,  sin parangón.




2

La casa, la palabra y la metáfora que nos ocupa, deriva de la raíz latina DOMUS -in domus sua - (en casa suya), dice una conocida expresión.
Desde esa misma raíz se ramifican vocablos como: domestico, dueño y dominio. Polifonía entonces que se resume en lo propio. La casa, el lugar de lo propio, no es una propiedad entre otras. No es lo mismo que un par de sillas, que la ropa,  un libro o, que incluso un ser querido. La casa es la posibilidad de todo eso, de que todo eso –diríamos- esté abrazado con nosotros y nosotros también reunidos dentro de ese mismo abrazo. La casa nos incluye, su inclusión nos abarca.
De la casa se sale pero a la casa no se vuelve. Cada vez se llega. Ese es el punto fijo del girar de nuestra vida. Es donde lo múltiple recupera su unidad. Regresar a ella es sentir que se regresa a la unidad. Allí donde lo demás se reúne. En ella, en la casa, nuestra persona, sus múltiples roles y gestos se arraigan, se unifican, se centran. Central es lo que centra. Y en la casa el centro no se revela así, se revela revelándonos.
Somos ese habitar en lo recogido y lo recogido, lo concentrado, es lo abierto que no dispersa, que recoge sin cerrarse.
En la casa siempre se está yendo. De una habitación a otra. Se va, no se vuelve. Y yendo se está. Se está orgánicamente. Es la mutua pertenencia de los lugares cuanto se corresponden. Cuando se abren uno al otro.
En la casa, como en la vida y así como en nuestra más honda profundidad, el centro se manifiesta en tanto damos vueltas en torno a él. Es el acercarnos sin cercarlo. Nunca, nunca jamás, ni en la ocupación ni en el aferrarlo.
Habitando ponemos en juego nuestros hábitos. La casa, la morada, es donde lo incierto, lo extraño, se calma reconocimiento. Las reglas son propias, son costumbres, tradición ritos y ceremonias. Las reglas en la casa nos reflejan. En ellas nos encontramos, nos reconocemos, descansamos.  En la casa, las cosas no están frente ni enfrentadas a nosotros, estamos ante  ellas. Habitamos con ellas. No las buscamos, las volvemos a encontrar,  como si ellas mismas nos saliesen al encuentro. Y al encontrarlas no las usamos, las tratamos. Por eso, por ese trato no meramente están si no que son, son presencias.
El irse, el pasar de todo, en la casa se hace tregua. En ella también el tiempo descansa, se pertenece presente, se encuentra consigo mismo, llega, parte, vuelve y siempre está. No se dispersa. Se concreta. Se concentra.
Casi como en una danza el tiempo gira, no se anula. Gira pero no se repite. Se late. Se vive. El tiempo vivido podríamos decir, se congrega espacio viviente.
La casa entonces, es el recogimiento de lo propio en su propia temporalidad, el recogimiento que es espacio habitado.
El castellano, es uno de los pocos idiomas en que el verbo “ser y estar” se distingue. Como si anunciara con esa dualidad la tarea más humana, de reunión. El llegar a aunar en nosotros, el ser y el estar. El llegar a ser donde uno está y estar donde uno es. A unificarnos. A reunirnos con nosotros mismos en nuestro mismo hacer, en un hacer que nos haga. Cuando estos dos verbos se conjugan uno, cuando nos sentimos viviendo lo que hacemos y haciendo lo que somos, entonces el estar allí, en esa unidad, en esa reunión y esa reunión se llama habitar.

3
En la casa propia, también en la del mundo, no habitamos solos, lo hacemos con otros. Los otros propios. La familia. La concreción y la expansión de lo familiar. Lo que hace indistinguible de uno mismo, lo de uno mismo en otros. Lo diferente que no nos es extraño. Los otros en los que somos. En los otros de la intimidad. Y en el habitar cuando es con otros no nos tratamos, nos cuidamos.
Si tuviéramos que tomar una imagen, una imagen en torno de la cual concretar la casa, centrarla, esa imagen sería sin dudas la del fuego. No en vano, el lugar donde el fuego se enciende y arde, la chimenea o el brasero de una casa se llaman “hogar”. Podríamos decir que el fuego, el hogar, es el corazón de una casa. Fuego y casa, hogar que a su vez son imágenes del corazón humano. De lo latiente. Imagen también -y quizá no sólo imagen- del alma humana. Este hogar, este fuego es -según la milenaria experiencia- la sede de lo hogareño. Calor y lumbre en torno de los cuales  se reúne y enciende lo   familiar. Lo que reuniendo ilumina e iluminando calienta. Templa. Lo que reúne, lo que congrega. El calor custodia lo incorporado. Lo ilumina y enciende. Pero no como una cápsula cerrada, sino permitiendo que cada cosa distinguiéndose se manifieste, muestre su ser. No es el fuego que consume, sino la luz suave que respeta, la penumbra en la que se descansa. Luz viviente y por viviente temblorosa, dubitante, enciende lo que muestra y la sombra de lo mostrado. Respeta lo que es y el misterio que todo  lo que él custodia y protege un sus propias sombras.
Luz que llega desde su propio adiós. Como un futuro hacia su pasado. Luz viviente que vive de su muerte, con suma lo que consume. Nace de lo que muere. Juego de luz y sombras .Parpadeo de distancia y cercanía. Temblor de vida y muerte. Señas quizá, hacia o desde un Dios que se esconde en las mismas sombras que su luz enciende. Y lo que allí se alumbra y enciende, es la vida misma. La vida en su dimensión y proporción humana. Lo que en las manos cabe, lo que en lo brazos mecen. Lo familiar.
La vida congregada y congregante. La vida como reunión. Como serena celebración. No de lo extraordinario sino de lo habitual. Los propios hábitos vividos. La serenidad del estar. El descanso en el quehacer.
Imagen de ese mismo fuego de una manera de vivir, del vivir desnudo. Se eleva, se consume, simplemente dándose. Iluminando, entibiando, abriendo un espacio en la oscuridad. Allí, en torno de ese calor, en lo tibio de la casa, la vida se recibe simplemente estando. Se la acoge, abriéndonos a su acoger.




4
Y el fuego, el que nos acerca, también entrega: cocina. Y la casa es también  la mesa, su otro fuego. El vital. El que sostiene. No el que alumbra sino el que cuece. El que alimenta. El que da vida. Y en torno de la mesa no miramos ya el fuego: nos miramos, nos compartimos, hablamos.
Como el fuego del hogar o el que cocina, este otro, el del lenguaje, hecho de aliento que nos atraviesa también congrega, reúne. Nos hace humanos y en él, humanamente nos mostramos, nos decimos y nos callamos. Decimos y nos entregamos. Escuchamos y dejamos llegar.
Recordamos y volvemos a vivir próximos lo que cada uno vivió por si solo. O, rememoramos lo que vivimos juntos, la historia que  nos avecina, la historia a la que pertenecemos. Rememoramos y así revivimos. Ahondamos.
O contamos las historias ajenas y así las hacemos propias. Nos reconocemos en esas palabras, nos encontramos en ellas. Un hacernos eco de las risas de unos y callar la gravedad de otros. Y así, entregamos en la confianza festiva de una mesa extendida, de una confianza que ampara. Los lazos creados en torno de la mesa, entraman la vida, también la nutren. Es la ceremonia cotidiana, la que alimenta no a cada uno sino a todos juntos. La que paradójicamente partiendo el pan no parte sino aúna. Un partir el pan que nos abre el corazón que nos permite sondearnos sin juzgarnos, mostrarnos sin reflejarnos.



5
Tener un techo propio -esa antigua expresión-  solía ser sinónimo de tener una casa propia, pero encendiendo un matiz especifico: el del anhelo de la protección. Como si bajo un techo así sentido se experimentara la bendición de haberlo recibido. La gratitud de saberse abrigado. También el sano orgullo de haberlo logrado. El techo completa en el imaginario más biológico, el estar sobre la tierra. Y por estar sobre la tierra, el estar bajo el cielo.
Cielorraso, es una de las maneras de nombrarlo. Uno de sus sinónimos: cielo al raso. Común. Sin más. Como si dijésemos el mismo cielo de todos. Como si allí sintiéramos que no nos cubre cerrándonos, que nos abre dilatándonos. Como el otro cielo, el azul, aquel del  que  escuchó el nombre.
La casa cerrada sobre si, se abre en si. Su adentro nos adentra. Se abre al afuera. Se abre entrada.
La casa ese lugar donde habitando, recibimos.
La casa que no se abre a los otros es como el pan que no se parte. No lo come nadie. Lo carcome el moho. En lo propio la casa da casa. La intimidad se extiende abriéndose hospitalidad. La hospitalidad en la cual lo íntimo de la casa se asfixia en su repliegue, en lo mismo de si mismo
Habitar, en su raíz sánscrita (…), quiere decir dar y recibir. Se habita este gesto: el de la mano que al dar se abre, y abierta recibe.
La casa morada  y estancia. Habitada se enciende hogar. Hogar que encendido se abre hospedaje, se ofrece apertura. Intimidad que se cumple abriéndose albergue y abrigo. Acogida al que viene. Recepción.
Interioridad que abriéndose no deja de ser interioridad…intimidad. La intimidad que la hospitalidad abre cuando la casa se abre, cuando cobija. Espacio de separación y recogimiento.  La casa, interioridad que nos abarca, se completa abriéndose.
Lo propio abierto es lo íntimo. Y lo íntimo es lo opuesto a lo cerrado, a lo replegado. La casa se expande, se despliega abriéndose. No extendiendo los metros cuadrados de su propiedad. Dejar llegar así, es su manera de ir.
El huésped, es aquel que llega. Llega y entra. Es a quien recibimos. Alojamos.
El huésped bien recibido -dicen los orientales- es el Dios por un día. O simplemente Dios es eso, lo otro que nos despliega, el despliegue que nos despide. Qué nos altera, es decir que nos hace otros en nosotros mismos. Nos saca hacia lo que seremos. Nos abre de lo que ya fuimos, Nos libra. Después de todo es el huésped el que llega, el que nos lleva hasta adonde no sabíamos que estábamos. A lo propio aun no habitado.
En nuestra ciudades el huésped ya suele estar domesticado, conocido, pero la figura del huésped, antiguamente -y aun en muchas culturas contemporáneas- es el desconocido, el que golpea la puerta, el que viene de paso. Lo desconocido que se muestra, lo extranjero. El que cuenta lo lejano. El que trae y acerca esa lejanía. El que revela.
Como desconocido, el huésped a la vez atrae y atemoriza. Trae lo desconocido al seno de lo familiar. Y Lo desconocido siempre cuestiona lo propio. Muestra otros posibles. Otras perspectivas. Nos saca de la seguridad de lo ya conocido. Atraviesa el espejo de lo repetido.
En la medida en que es otro, nos cuestiona, Y por eso mismo nos enriquece, extiende. El huésped es lo desconocido. Y desconocido es desde donde brota la creación. Lo no previsto, el don.
Lo real es el huésped que tiene desde antiguo -en cuentos y leyendas- el aro de una figura sagrada única, es decir,  portadora de alteridad, de lo inasible, lo irreducible, lo que no puedo hacer de todo nunca igual a mi.
Así, habitando recibimos, acogemos, tomamos cuidado de lo que viene, damos hospedaje.
Acoger, recibir, es recibir lo que nadie puede darse a si: la alteridad, la diferencia, el don inconquistable que cada huésped es, que siéndolo lo da, nos abre.
La casa recibe al huésped, pero  recién allí en la recepción el huésped decumple su identidad. Ser hospedado y el hospedero la suya .Su identidad y su misión. Ser  acogida. Abrir en si mismo la casa del otro.
Juego de mutuo rebosamiento. De mutuo don. No en vano y significativamente, acoger al otro se llama recibir. El mismo verbo que indica que uno mismo recibiendo es quien recibe. Recibiendo al otro se recibe del otro.
La recepción, la acogida no quita. Da. Lo propio compartido, se expande en otros. Deviene. Devenimos esos otros. Habitamos más allá de donde estamos. Nos trascendemos.
Uno y otro, huésped y hospedero, mismidad y alteridad, lo propio y lo extraño, se cumplen en lo que dan. Son lo que entregan. Abren el lugar. Habitan el don.



6
Y el final, el de cada día, su recogerse, es el llegar de la noche y con ella  el postrero rito de cerrar las puertas y atrancar postigos. Apagar las luces. Acostarnos.
Está el dormitorio, lo más intimo, lo último de cada día. Y allí las formas del sosiego: la cama blanda, la almohada blanca.
Antes de que la ciencia médica nos exiliara, se nacía y a veces hasta se moría -una vida después- en la misma cama. El origen y el destino acontecían en la casa, sobre una cama.
En ella los cuerpos se anudan para desatar su gozo. Se celebran festejándose o simplemente se gozan celebrándose. Dándose uno a otro la intensidad del asombro. Regalándose el abandono. Amando.
Después se apartan. La reunión de la carne tiene por condición la separación, también el dolor. Por condición y por reverencia. De ese ancestral intento de dos cuerpos que buscan ser uno, de ese imposible necesario: somos. Cada uno, todo hijo, la unidad trascendida. A veces, otras veces, son solo caricias: ese pudoroso gesto que despide lo que recorre.



7
Dormimos, deponemos el dominio de nosotros mismos, el de la lucidez sobre nuestro cuerpo, sobre nuestra vida iluminada, razonada y comprendida. Ahora somos -podríamos decir- todo cuerpo. Cuerpo entero. Cuerpo horizontal. Memoria animal  y reposo del erguirse humano.
En la noche el cuerpo es tierra, cosmos. En la noche los bordes tallan sus nombres  y serenamente somos todo por no sabernos algo. Dormimos y también soñamos. Nos hacemos posibles. Algo de nosotros despierta otro.
En la serenidad de la noche, algunas noches, se despierta en nosotros el pavoroso temblor de nuestra frágil finitud y el no menos pavoroso asombro ante el infinito que la abona. Sentimos la pertenencia a la honda oscuridad de la tierra y la aspiración  hacia lo alto en lo que todo se expande. A veces, es solo un instante. Una fisura y un estremecimiento en el que lo somos todo. Ahí, en el silencio de la noche. Cuando por no aferrarnos a nosotros, nos descubrimos sostenidos. Un instante. Un relámpago en el que vislumbramos como es la vida cuando nada refleja nada y todo trasluce a todo. Cuando todo se abre hacia todo. Cuando se es.
Dormir, finalmente, es el cotidiano presagio del morir que se nos adelanta. La decisión entre el miedo o la confianza. Vislumbre  también y apenas, del misterio que toda noche cobija. Misterio de la luz que toda sombra reserva y promete, quizá por esto, acostarse -en una de sus acepciones- significa ir llegando a la costa. Avecinarse a la posibilidad extrema.  A la que nos da el nombre de mortales.
Ahora si, cerramos los ojos y sin temer ni desear, confiamos en la noche. Porque dormir también es una fe, un olvido de si, un abandono, una entrega, un amén.

1 comentario:

Mandy dijo...

GRACIAS,GRACIAS,GRACIAS!!!!!!!Cuanto trabajas para nosotros!!!!