Claudio Herrera

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Cada cuadro de Claudio Herrera es precipitada síntesis y sumatoria de un sistema que inmediatamente hipnotiza en su complejidad constructiva, y enseguida insinúa su carácter de documento pasajero, su inminente descalabro. En Herrera cada pieza es específica y provisoria, objeto homogéneo y tejido gaseoso al borde de la descomposición, reflejo de una operatoria crispada para la cual el plano es el lugar de la irresolución disfrazada de exactitud, registro de conflicto antes que de conciliación, bosquejo turbio de una subjetividad que, así como se manifiesta incontenible, da pistas como para recelar de ella, de su solidez como referencia filosófica.

La pintura de Claudio Herrera es una pintura de contaminación, de interferencias múltiples irrumpiendo desde alguna región entre el caudal imaginario y la reflexión intelectual a la mano del pintor-medium, que ingresa en trance para atormentar toda la óptica de la pieza con las babas de un ectoplasma ilustrado, expandido en la sobreexposición de una muy diseñada arquitectura visual, tan natural como un fenómeno físico, y que de golpe luce desnaturalizada.

La relación, discusión o contradicción entre dibujo y escritura, pincelada y mancha, precisión y error, geometría y gramática, tipografía y topografía, son orquestadas alternadamente en raptos de resonancia romántica mediante acordes extensos de una paleta acuosa, a veces más electrizada y cáustica; aún en las zonas más arrebatadas de verborragia, las combinatorias tonales se entrelazan acompasadamente con las infinitas redes que se expanden en su crepitación vibratoria, como una barrera de coral en el incógnito mar bidimensional al que ellas mismas invitan a entrar, un mar sin horizonte, centro ni tierra firme.

De estos equilibrios meticulosamente construidos a partir del choque sonoro de contrastes, pero más aún de la disimulada contiguidad selectiva de los colores y las líneas, se desprende un Herrera que ejerce silenciosamente la sabiduría de la palpitación somera, más secreta que exterior, aunque sin perder de vista una certera vocación de espectacularidad escénica. La acumulación, la superposición, el cruce selvático de las cuantiosas tramas, los contrapuntos virtuosos en el rompecabezas de segmentos, todo se concentra en los núcleos internos de esta nebulosa en scope fraccionada en lienzos, una suerte de organismo que crece por su cuenta, equidistante de cualquier intento de interpretación, más allá de la inducción racional a la que conducen su exasperada lógica de telaraña hipertrofiada y especialmente las frases y fotografías que allí se injertan, forzadas a integrar un orden estilísticamente afín y esencialmente opuesto.

Sin abandonar en absoluto su obsesiva ecualización de tono, cromatismo y pulso gráfico para la inserción fotográfica en el medio pictórico, Herrera se empeña precisamente en que esa inclusión “objetiva” sea no sólo un elemento de significación en cuanto a los presuntos “contenidos”, sino un quiste del lenguaje, algo que ha caído ahí por necesidad y no por conveniencia; y es entonces donde puede sospecharse que mucho de su abordaje no depende, como podría suponerse, del temperado control, y sí de la incomodidad, de la intrusión de agregados adheridos, como si la pintura fuera, además de un universo autónomo, un imán irresistible, una planta carnívora que devora todo signo, alfabeto, taxonomía o notación que sobrevuele el campo gravitatorio del pintor.

En sus patchworks, Herrera maneja con soltura el margen delicado entre el corte y la transición; el espacio es ilusorio y también neutro, los rítmos van y vienen, de adelante a atrás, de arriba abajo; las verticales y horizontales blandas se extienden en estricta armonía con las dimensiones de los soportes. De repente, creemos estar frente a una minuciosa cartografía elaborada justamente por quien ha olvidado la noción de mundo, que sólo conserva de él datos erróneos, ecos fantasmales, imágenes retóricas, estadísticas falsas, archivos borroneados, y que no obstante busca trazar un mapa urgente que establezca al menos una quimérica orientación; todo entremezclado con rizomas que parecen extraídos de una botánica iletrada, o de un catálogo de ornamentos atacado por las termitas.

Quizás su condición de sociólogo, y un grado de conciencia contemporánea entre trágica y crítica, que incluye el cinismo, el humor amargo y la burla, hacen de la fuerte individualidad de Herrera un inquietante desfile de máscaras: mientras su ejercicio del oficio lo revela como muy seguro de sí mismo, adscrito al regusto de una práctica engalanada y lujosa, él trastorna el sentido último de esa delectación con su estrategia de heterogéneas citas, sentencias truncas y oscuras apelaciones, moléculas de manifiestos, restos fósiles de un monólogo gregario que abreva tanto de un afiebrado sueño culturizado como de alguna enmarañada vigilia. Está también el Herrera que quiere ser el francotirador rapaz que constituye su habla en plena captación de otras voces, un estilista en falsete que hace profesión y profusión de ajenidad, de alteridad; una otredad que es su única identidad posible. Y el glosador freak, quebrado, parcial, confundido pero apasionado, de décadas lejanas de alto voltaje militante e ideológico, como si del estatuto temporal de sus cuadros se filtrara una arqueología paranoica, afectada de melancolía, de nonsense político; desencajados graffitis de mensajes cifrados que preservan de sus parientes urbanos esa especie de lírica crispación al paso, para disolverse en un combate más conceptual, el combate semiótico, y que han ido atropellándose uno sobre otro en la misma atormentada, impenetrable superficie. Como si un Gargantúa adolescente de cuerpo invadido por la inflación civilizatoria garabateara sin parar y pegara souvenirs universales en las tapas de sus carpetas del secundario.

Eduardo Stupia

Fuente: Galería de Arte Wussmann

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