Griselda Gambaro

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"la bataraza"

Gato

Por Griselda Gambaro

Dios ha querido para la iguana su inmovilidad prehistórica, ha concedido la memoria a los elefan­tes, la elasticidad al tigre, la risa a la hiena. Pero a los gatos, recuerda, no les concedió nada. Los creó dotándolos apenas de cierta gracia en los movi­mientos para no privarlos enteramente de virtudes, les negó la inteligencia y les forjó un carácter sumiso hasta la estupidez. Afectos al sueño como las marmotas. Él no se explica entonces que sean como son. Ve que se mueven en un mundo al que no accede y que no lo toman absolutamente en cuenta, aunque alguna vez le hayan maullado como a un señor cualquiera y hasta se hayan dejado acariciar con la indi­ferencia de quien recibe un afecto no deseado. Para colmo de males, en este asunto de los gatos, Dios padece una insatisfacción mayor: a Él nunca se le hubiera ocurrido otorgarles más de una vida y de pocos años. Que tengan siete no lo tolera, le produce el efecto de una burla. Sólo ha podido quitarles la octava, ninguna otra, y este fracaso le envenena el sueño e incluso le enturbia la serenidad del Paraíso en el que la presencia de los gatos está prohibida.

Sin embargo, a pesar de sus órdenes, creyendo disfrutar de algunos privilegios especiales y en una decisión inconsulta, Pedro el Apóstol se trajo uno de estos animales de la tierra. Un siamés de ojos celestes y pelaje ocre con manchas más oscuras en las delicadas orejas. Cuando el Señor lo descubrió sentado impávido delante de su trono, sin que manifestara ningún estupor ante las maravillas que contemplaba —los ángeles, la luz radiosa, las almas sumidas en conversación celestial o tocando el laúd— sufrió un ataque de rabia, tomó al siamés por la piel del cuello y lo arrojó violentamente para que se estrellara de regreso a la tierra. El siamés dio varias vueltas en el aire de la inmensidad, cayó sobre sus patas, indemne, y se marchó desdeñoso en busca de territorios más interesantes que los del Cielo.

A causa de esta actitud de los gatos, Dios llora de noche y la Creación, que le pareció obra soberbia en el descanso del séptimo día, se le ocurre miserable. No le importan las guerras, los crímenes ni el desvío de los humanos a sus designios. Le importan los gatos.

Sólo ellos existen para Él. Por eso, en ocasiones, sobre todo en noches claras, se instala en el borde mismo del Paraíso y desde allí, con el corazón estremecido de rencor, maúlla hacía la tierra en un llamado de celo imperioso que intenta, vanamente, conquistarlos.

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