Christian Ferrer - Geografía Espiritual

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Geografía espiritual

Brújulas, teodolitos y astrolabios son imprescindibles para cartógrafos y exploradores; también para propietarios de tierras y gobernantes. No obstante, la tierra también ha sido una cuenca hollada por caravanas nómades, expediciones perdidas, errancias, diásporas, odiseas y éxodos. El espacio físico no es un dato material constante; por el contrario, es la arcilla hendida y modificada continuamente por las leyes humanas del espaciamiento, en cuya jurisdicción rigen el esfuerzo y la imaginación tanto como la suerte y la reticencia de la naturaleza. En la conjunción de estas cuatro condiciones se abren paso las expediciones de hombres solos o de tropas organizadas. Así como algunos adivinan el destino sobre un portulano u oteando la rosa de los vientos otros avistan el derrotero en manifiestos o en los rumores que son soltados en las ciudades.

Entre los hombres y las regiones han de existir secretas correspondencias a las que el cartógrafo haría bien en atender: paralelos insospechados, y meridianos caprichosos. ¿Dónde ubicar la sección áurea, el “número de oro” de los pintores renacentistas, que ayude a organizar las proporciones de un atlas espiritual?

El aire de familia entre humanos y territorios pertenece al orden de los elementos cuya correspondencia puede elevarse a rango de principio cosmogónico. A esa correspondencia “cartográfica” podemos llamarla geografía espiritual. Se trata de una ciencia que, sin renegar de la historia y la economía, permite vislumbrar los pasos perdidos, los senderos olvidados, las rutas desusadas, y sobre todo, hace intersectar los atlas imaginarios (literarios, utópicos, legendarios) y los dramas biográficos. La imaginación se superpone e imprime sobre la materia: sirva de ejemplo la toponimia patagónica, que expone la desbordante creatividad lingüística de exploradores y pioneros: el humor y el delirio se unen al santoral y la simbología estatal.

En los mapas de la geografía espiritual no buscamos energías cósmicas ni horizontes turísticos novedosos sino la materia emocional que un historiador atento debería rescatar de los escombros, documentos y relatos orales. El buen cartógrafo debe aprender a desconfiar de las mediciones precisas, pues a cada espacio físico corresponde un atlas simbólico. La geografía paralela bien podría ser la psiquis de la cartografía y también la “anímica” de las naciones. A cada nación les son propios territorios legendarios a cuyos meridianos y paralelos sería inútil determinarlos en forma positivista. Brasil dispone de su Amazonas; Africa del Norte, de su Sahara; Rusia, de Siberia; la India, del Himalaya; Canadá, del Yukon. Argentina tiene su Patagonia. Y a cada una de estas regiones de leyenda corresponden “tipos caracterológicos”: el exiliado a la Siberia; el tuareg al desierto; el alpinista al Himalaya; el garimpeiro al Amazonas; el buscador de oro al Yukon y el pionero a la Patagonia.

La ciudad no otorga este tipo de visados a las vocaciones de sus habitantes; apenas los tickets imprescindibles para lubricar la circulación urbana. Aún más: la globalización mediática, financiera y tecnológica ha logrado que todas las grandes ciudades del mundo se repliquen mutuamente.

Hombres como Malatesta, Orllie Antoine o los colonos galeses querían confirmar que en las grandes extensiones hay libertad. No una libertad metafísica. Aquí hay que inventariar a beneficio de inventario la geometría defectuosa: falta catastro, frontera, hitos, plaza fuerte, señalización. Pero a la libertad geográfica perfecta, que es polar, la naturaleza no le es propicia. Promover la “lírica” de la libertad expedicionaria o la “nostálgica” de los pioneros y otros hombres de frontera resulta inconducente, pues si estos ejemplos sirven de algo, es para pensar al impulso centrípeto de los últimos cien años, es decir la creciente mengua de la capacidad humana para anhelar e imaginar libertades. Opuestamente, la preferencia por lugares legendarios de índole acéfala pule nuestra mirada de manera de poder avistar la grieta en la armadura, la babera en el yelmo, la mueca grotesca en la cabeza coronada.

Ciertas extensiones del planeta están filiadas entre sí, por guardar recodos, entradas y paisajes que ningún hombre ha visto aún. Sin embargo, no son los primeros hombres los enemigos de las tierras vírgenes, sino el Estado. El explorador siempre ha sido un Adelantado del Verbo: nombra los ríos, clasifica la flora y bautiza los confines; pero el agrimensor, notario estatal, mide, calcula y diagrama el terreno. No obstante, los exploradores, los misántropos y los réprobos llegan antes. La Patagonia, incluso hasta nuestros días, carece de historia; solo dispone de historias, a las que el sistema pedagógico nacional soslaya prolijamente y que solo pueden ser rescatadas de los rumores que el viento se llevó.

La de Malatesta es una de tantas. Las dimensiones de la cartografía poblada de historias deben proyectarse a escala humana, tomando en consideración el modo en que la geografía actuó sobre el destino de los que allí incursionaron, no en tanto condición topográfica o económica, sino como “activante” de tareas o como “resolutor” de fuerzas anímicas en tensión.

El drama personal y el medio ambiente donde es puesto en obra conforman las dos piernas del compás que traza los arcos espirituales de esta geografía paralela.

Fragmento de "Gastronomía y Anarquismo (Restos de viajes a la Patagonia) Christian Ferrer

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