El fuego

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El fuego
El fuego que roba Prometeo del Olimpo es, según las más antiguas versiones del mito (sobre todo la de Hesíodo), una llama diminuta.
La llama, como ha puesto magníficamente de manifiesto Gaston Bachelard, es, entre los objetos del mundo que convocan al sueño, uno de los más grandes productores de imágenes. Representa la verticalidad, el proceso ascensional, el claroscuro psíquico, la soledad del soñador... Toda esta enorme complejidad simbólica se encuentra en el origen del mito. Sus posteriores reelaboraciones no harán sino activar lo que ya llevaba en sí de forma implícita.
La llama representa la permanencia del fuego, a pesar de que aquello de lo que se alimenta está condenado a convertirse en cenizas. En esta dirección el fuego de los hogares tradicionales, como ha visto Fustel de Coulanges, no sólo sirve para preparar alimentos, también se erige en símbolo de la unión de distintas generaciones que han venido a reunirse junto a él. Aun cuando las anteriores hayan desaparecido, la respuesta a la convocatoria del fuego revive su memoria, permitiendo la pervivencia de lo antiguo en lo nuevo. De igual manera, el fuego que se guardaba en el recinto más sagrado de Atenas, en el Pritaneo, simboliza la continuidad histórica de la ciudad, al mismo tiempo que la comunión de los ciudadanos en una misma corriente histórica que salvaguardaba su identidad frente a la erosión del tiempo. Aún seguimos siendo deudores de esta ligazón simbólica entre llama y pervivencia de la memoria.
La llama y la voz son las dos más antiguas tecnologías de la copertenencia humana. Allá donde hay fuego los hombres se congregan a contar historias y, a la inversa, allá donde los hombres se congregan, acaba apareciendo el fuego como centro de la reunión. En cierta manera este doble gesto reproduce el calor afectivo que envuelve física y psíquicamente la relación entre la madre y el hijo. De forma contraria, la soledad, tal y como se presenta, por ejemplo, en la inmensa mayoría de los cuentos infantiles, no es sino la pérdida de referencias con respecto a la convocatoria de ese calor/fuego.
En algunas versiones del mito, posteriores a Lucio Accio (nacido hacia el 170 aC), Prometeo roba el fuego directamente de la fragua del dios herrero Hefestos-Vulcano. Se trata, por lo tanto, fundamentalmente de un fuego técnico, capaz de ablandar, modelar y gestionar la propia naturaleza. En este sentido simboliza al saber que guía al hacer técnico o, en terminología de Ernst Jünger, a las fuerzas titánicas, a los de hierro.
En la iconografía de los sarcófagos prométeteos romanos, posteriores al siglo tercero de nuestra era, la llama de Prometeo es la de una antorcha (prototipo de toda antorcha olímpica) y, por lo tanto, el fuego que lleva es vicario de otro fuego más fundamental. Dice un antiguo proverbio árabe que ninguna antorcha puede iluminar su propia base. Efectivamente, para iluminar la base de un fuego necesitamos de otro y así sucesivamente. ¿Pero existirá una llama capaz de iluminarse a sí misma? Ya Hesíodo pone claramente de manifiesto que el fuego de Prometeo no es estrictamente idéntico al de Zeus, entre otras cosas porque el fuego del hombre necesita ser permanentemente alimentado. El hispanorromano Higinio, bibliotecario de Augusto, añadirá que lo que caracteriza al hombre es la necesidad de cuidar del fuego, mientras que los dioses disponen de una llama autosuficiente. Para los romanos y también para los hombres del Renacimiento y del Barroco este fuego humano es símbolo de su propia razón. Prometeo, en una tradición que se remonta hasta Apolodoro, habría modelado al hombre con barro. Pero la figura que sale de sus manos está inerte, sin vida. La capacidad de dar vida al barro o, como dirá Calderón de la Barca en su Estatua de Prometeo, de despertar la razón dormida en el barro, es algo que no está al alcance del titán. Esta capacidad es exclusiva de un ser superior, la propia divinidad. En los sarcófagos prometeicos romanos y en algunas versiones literarias del mito, Prometeo, para dar vida a la imagen modelada con barro, robó el fuego de la razón divina. Acercando la llama a la cabeza de la estatua, ésta cobró vida (es decir: vida humana). Pero entonces, tanto la propia vida como la razón humana no dependen del barro (de la estricta naturaleza) sino de otro principio.
La antorcha ilumina, guía, orienta, ofrece un sentido al barro. El primer portador de la misma, Prometeo, es el símbolo de la filantropía (esta palabra aparece por primera vez en griego en el Prometeo encadenado, de Esquilo). La luz de su llama escomo una estrella filantrópica. En un sarcófago prometeico del siglo II dC que se encuentra en el Louvre, aparecen juntas la figura de barro modelada por el titán, la antorcha y la estrella. La reproducción del acto de dar vida al hombre al acercarle el fuego de una antorcha se repite en una variadísima iconografía. Posiblemente quien mejor la representa sea el cuadro de Piero di Cosimo Historia de Prometeo, pintado hacia 1515. En un detalle de la obra aparece el titán esculpiendo en piedra su propio cuerpo con el palo de la antorcha que ha utilizado para traer el fuego a la tierra.
En la medida en que el acto prometeico simboliza la toma de consciència de la figura inerte, este gesto puede explicar la liberación de las cadenas del mismo Prometeo, castigado por Zeus a permanecer ligado a una roca del Cáucaso. En esta dirección la antorcha, la estrella y la ruptura de las cadenas se encuentran en el origen de una iconografía de la liberación que nos resulta bien próxima. Por poner algún ejemplo bien diverso remito al lector al cartel de la película Espoir, de André Malraux; al emblema de la Editorial Prometeo, creada por Blasco Ibáñez; a la estatua de la libertad, de Nueva York; a la imagen dorada de Prometeo portando el fuego que se encuentra en las puertas del Rockefeller Center de Nueva York...
Lo que ilumina la antorcha prometeica es, sobre todo, la dimensión de la insatisfacción humana, animándonos a mantener presente la complejidad e irreductibilidad de nuestras esperanzas. Recordemos que, según Hesíodo, una de las consecuencias de la revuelta prometeica fue la creación de Pandora, quien movida por su curiosidad abrió la tapa de una tinaja en la que estaban guardados todos los males. Inmediatamente se escaparon la enfermedad, el trabajo, el dolor y la muerte, pero Pandora tuvo tiempo para encerrar a uno en el interior de la tinaja: la esperanza, que desde entonces habita en el interior de la casa del hombre. La esperanza es un mal porque pone de manifiesto la finitud humana. Los dioses omnipotentes no la necesitan. Pero en la medida en que se queda a vivir en la casa del hombre es uno de los componentes de su morar. Es ésta una cuestión permanentemente presente en Camus, quien en una fecha tan significativa como la de 1946, publicó su Prometeo en los infiernos. Según Camus, lo que Prometeo significa para el hombre de hoy es que la esperanza que nos brinda la oferta técnica ya no puede separarse de la estética. El hombre demanda, al mismo tiempo, y de forma irrenunciable, tanto oportunidades de felicidad como de belleza. Nunca podrá contentarse con una si se le niega la otra. Por lo tanto, «si se tiene hambre de pan y de brezo, y si el pan es lo más necesario, aprendamos a guardar el recuerdo del brezo».
Gregorio LURI MEDRANO Iconografía del Mito de Prometeo

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