La Piel, La Voz (Perejaume)

|

La piel

A2 Realidad y mito de una voz no humana Perejaume Barcelona (España), marzo de 2005.

Perejaume es artista, pero también escribe y camina mucho. Su obra tiene que ver con la percepción de la naturaleza y las huellas que el tiempo, la memoria y el propio consumo del suelo, el agua y el aire dejan sobre ella --lo que él llama la experiencia literaria--. Su postura reclama para la tierra un papel algo más implicado que el ser objeto pasivo --de agresión, abuso o extracción continua, pero también de inocua contemplación--. Su trabajo como artista es una reflexión sobre los límites de tales agresiones, si es que los hay. (Juan Herreros).

El paisaje es piel: una cierta transformación del mundo en piel. Esta percepción de la naturaleza sentida como una piel --a veces como la piel de uno mismo, otras como la piel añorada o deseada-- llegó a su paroxismo a finales del s. XIX.

Ciertamente todo el paisajismo, pero especialmente el de aquel momento, explora una zona erógena entre la humanidad y el mundo, un esplendor cromático por el que el mundo, al aprehenderlo con los ojos, se nos ofrece o simula que se nos ofrece. La similitud es tal que, muy a menudo, el paisaje es el ser humano de los elementos: se hacen humanos, o casi, los elementos.

(...)El paisajismo pictórico pertenece a la maduración más extrema de lo agrario. Celebra y ornamenta y expía siglos y siglos de cultivo de la tierra, formas y más formas de verdura, anónimas, lugareñas...Es, entonces, una forma de agricultura suntuaria: una forma final, debilitada, artificiosa y muy mistificada de agricultura.

Sucede que estos cultivos de la luz, que estas perturbaciones de la vista, suben a las cimas, roturan las tierras más yermas y agrestes y se cuelan por todas partes, bajo los árboles, en el interior de las grutas, en las ciudades, en cualquier lugar sobre la tierra, como una corteza gruesa y vaporosa. Yo he podido vivir, aún, este mundo de pintura, especialmente entre los pintores de mi pueblo --Benet Martorell, Pin, Avi Vila-- para los que la pintura era una sustancia medio agraria medio atmosférica: una gruesa corteza de luz tierna, acorchada y transitable.

Todo eso pasó. A veces nos preguntamos qué ha ocurrido con toda la atención prestada a los matices, con tan febril sensibilidad hacia las veladuras, las texturas, las pátinas, que un número tan grande de pintores ha creído descubrir al filo del aire. ¿Dónde está aquel voluble e irisado sentimiento de plasticidad? ¿Dónde se halla ahora, entre nosotros, tanta vida puesta y encontrada en los tonos, en las fumarellas, en las brumas? ¿Qúe queda de todo ello?

Ciertamente, observando el caudal de pintura de paisaje que han producido las tierras europeas y americanas en la época moderna, se nos viene a la cabeza la idea de un cambio: una colosal renovación epidérmica de llanuras y cumbres, como la que se produce en algunos reptiles o en los cuernos de los mamíferos. A fin de cuentas, la pintura ha favorecido, como ninguna otra cosa, el hecho de que concibamos el paisaje como una piel. Primero, porque en el mismo paisaje está, implícita, la idea de desprendimiento, la idea de distancia respecto al medio natural, de inercia separativa, de especificidad transportable, de panorámica exenta, de uso exclusivamente ocular y no agrario de la tierra. Segundo, porque ha sido la pintura la que, de rebote, ha generado en el paisaje real la cualidad de pintoresco, como calificativo de algo curioso y epidérmico al mismo tiempo, de cosa peculiar, superficial y poco profunda. Tan emotiva, al fin y al cabo, como poco profunda. En este sentido, el pintor que va al lugar actúa como una especie de papel secante capaz de endurecerse. El paisajista debe saber arrancar la imagen del terreno donde se encuentra preservando tanto su integridad como su esplendor. Así pues, la capa de lugar debe ser lo más levadiza posible, lo bastante superficial para que pueda desprenderse y pueda transportarse. No hace falta decir que, exigiendo a los lugares esta cualidad epidérmica, cultivando en los lugares esta cualidad epidérmica y cambiante, la pintura del paisaje ha contribuido a conformar el mundo portátil en que vivimos: un mundo portátil para una humanidad también desprendida, móvil.

Este efecto de superficie puede ser medido en cualquier paraje. Incluso en un lugar decantadísimo y profundo, en seguida se deja sentir, hoy en día, una cierta pérdida de gravedad, una cesión del peso propio, de lo que pesa cada lugar concreto en el mundo, a aquello que lo tensa, que lo une y lo sujeta en superficie.

Hoy en día, por tanto, el paisaje también es piel, pero nos es piel de otra manera. Ya puestas, de tanto moverlas y hacerlas nuestras, las formas de la tierra parecen adoptar nuestra propia fragilidad, nuestra incertidumbre, nuestro desasosiego. Como si, al parasitar aquellas formas, hubiéramos extendido nuestra inseguridad por todas partes y ahora, de pronto, percibiésemos el entorno que nos rodea como tanto o más frágil que nosotros mismos. En este sentido, resulta curioso observar cómo, a día de hoy, todas las grandes superficies territoriales --los hielos de la Antártida, los bosques del Ecuador, los saltos de agua de Islandia-- despiertan en nosotros un sentimiento candoroso de amparo, en ocasiones de solidaria y mutua protección.

Un poeta actual no tendría suficiente confianza para escribir: «Lo que un siglo construyó, el otro lo derriba,/ pero siempre permanece el monumento a Dios/; y la tormenta, la ventisca, el odio y la guerra/ no echarán abajo el Canigó,/ no arrancarán el altivo Pirineo». A diferencia de los románticos observamos, cada vez con mayor escepticismo, la eternidad de la naturaleza. ¿Estamos ahora suficientemente seguros de que las obras humanas no pueden borrar las montañas? Tanto los avances en el conocimiento científico como nuestros actos y actitudes parecen tocar, percutir, directamente sobre todas las formas de eternidad, sobre todas las formas de permanencia. No hay duda de que, para las generaciones anteriores a la nuestra, el medio suponía un referente sólido, seguro y duradero. Esto en buena medida ya no es así: vivimos más años que el paisaje concreto que nos rodea y por tanto mantenemos una relación trágica con el territorio. Hasta cierto punto, la tierra ha adelantado al hombre en el cambio. Hace unas décadas no podía preverse, pero el carácter hierático de los parajes, recios y firmes como una divinidad antigua, se ha perdido, se ha agotado, en una gran parte del mundo.

Existen lugares que atravesamos con pies más firmes que la raíz de los árboles y la posición de las rocas. Se trata de lugares donde la tierra adopta una cualidad marina. Aglomerada de obra natural y de obra humana, se pliega y se mueve como una extraña piel que no para de refundirse, que no para de rehacerse, como si nunca se gustara lo suficiente. Que el relieve oscila es un hecho constatable, probado. El propio Maresme, hará unos diez años, movió una parte considerable de terreno para acomodar, medio ensurcada, medio suspendida, la zanja larguirucha y estrecha del tramo de autopista que une Mataró y Palafolls. Pues bien, meses atrás, de un día para otro, el pueblo de Sant Vicenç de Montalt, que hasta entonces estaba escondido a los automovilistas, apareció, visible desde la autopista, tras una revuelta de valles y colinas. Sin embargo, días más tarde un nuevo movimiento de tierras ocultó nuevamente una gran parte del pueblo. Actualmente unas casas que crestean sobre todos aquellos desmontes y taludes vuelven a ocultar el trozo de pueblo que se veía.

Es bien cierto que el paisaje que vivimos no deja de oscilar, de rehacerse, de moverse y removerse. La obra humana, en la obra natural, parece que se regodee, llena de desechos, de materiales que le son ajenos, a veces de muy lejana procedencia. A través de la ruina, la obra de los hombres ha quedado siempre reabsorbida en el paisaje, pero este proceso de absorción resulta ya, en algunas zonas del planeta, infinitamente más lento que la cantidad y heterogeneidad de la ruina generada. Como si la tierra ya no pudiese engullir todo lo que hacemos con ella, lo escupe y lo vomita. Tal es el caso de ciertos lugares violentamente urbanizados que, vistos desde el aire, tienen el aspecto de algo medio roído, grumoso, devastado pero indigerible.

A través del cine podemos representar procesos acelerados de imágenes en las que los elementos territoriales actúan, no ya con una lentitud geológica, sino con una velocidad humana que atosiga a las rocas, los bosques y el horizonte. Estas secuencias expresan maravillosamente el territorio como una pintura en proceso: una pintura autónoma, autogenerada, que se mueve enturbiada, sin secarse nunca del todo, como lo hace el entorno presente.

Ciertamente las formas actuales de paisajismo parecen haber incorporado el tiempo como un elemento territorial más. Empiezan a aparecer tierras situadas directamente en el tiempo, verdaderas zonas pasajeras. De ahí que los humanos, en términos panorámicos, tan sólo nos sintamos representados por un paisaje narrativo. Como si, más que el paisaje, fuese el propio paisajismo el que nos envuelve y nos coloca y nos quita las cosas, y las hace ser y las deshace, y se revuelve. Porque no se trata siempre de que la tierra se mueva. A menudo el movimiento es una corriente de paso, un tránsito de frecuencias, de transmisiones, de vehículos, de cableados aéreos y conducciones subterráneas. Y, por tanto, un flujo, unas sustancias rastreadoras. Incluso las topografías mediáticas pueden ser vistas como un proceso de formalización de relieves de montañas hechos de sonidos e imágenes: unos relieves emitidos y elevados, desde la tierra, y modelados, a continuación, a lo largo de todo el planeta.

Una realidad pictóricamente oscilante genera formas de representación cada vez más difíciles de fijar, los horizontes y las cordilleras de las cuales son verdaderos espectrogramas que modulan gráficamente una onda sonora: una forma de voz.

La voz

Como la piel, la voz es también una contribución humana que hacemos al mundo. El geólogo Jaume Almera, en un libro titulado Historia geológica del Valle de Núria (Història geològica de la Vall de Núria), publicado en 1896, escribe que el viajero, camino del santuario, en «el resquicio abierto en el corazón de la propia montaña (...), siente la voz muda pero elocuente de la naturaleza que, gritándole ¡alto!, le hace parar a contemplar atónito su colosal y gigantesca obra, producida en el transcurso de muchos siglos». Más adelante, el autor vuelve a increparnos con «esta expresión, muda pero elocuente de las graníticas pirámides trabajadas por los poderosos e incansables agentes erosivos.»

Desde el oráculo de Delfos[2] a la piedra del Catroc --una piedra oscilante que había en el término de Alcover-- la tierra tenía, para los antiguos, una voz sagrada. Desde las brechas silbantes a las piedras que catrocan[3], a la literatura arbórea acunada por el viento, a los propios vientos portapalabras, la expresión oral del mundo era humanamente percibida.[4]

Entre los románticos, la eclosión del paisaje natural se corresponde con la eclosión de la voz de los elementos.[5] Verdaguer es un caso manifiesto de obsesión por la voz del aire, por El habla del cielo --«el arpa eólica», nos dice-- o por la voz de las montañas --La voz del Montseny, La voz del Puigmal, el diálogo de Los dos campanarios...--. Como el rey Salomón, como Orfeo, como San Francisco, el poeta se deleita descifrando otras hablas no humanas: desde la interpretación y recogida de mimología popular que realiza en Qué dicen las gaviotas hasta el grito de alumbramiento que adivina registrado, aún, en lo abrupto del relieve pirenaico: «Qué gritos más horrorosos debió lanzar la tierra/ alumbrando en sus años jóvenes esa sierra».

Naturalmente, comprender la voz de los seres, de las cosas y de los elementos, supone poder dialogar en vivo y, por tanto, poseer una ascendencia sonora, una poderosa intimidad idiomática. Como la que tenía Amfíon, fundador de Tebas, de quien se dice que con el sonido de la lira movía las rocas y con su canto suave las llevaba donde quería. En el periodo moderno parece como si esta voz tan presente en los antiguos mitos, en las fábulas y en los cuentos, esta voz de las cosas y con las cosas, sólo hubiera sido preservada en determinados poetas. Este es el caso de Carlos Riba en Salvatge cor (Corazón salvaje) --«el árbol ha dicho: ``Auroras, creced, / ¡con fulgores de dulce mano abierta!''»--. El mismo árbol adiestrado para hablar, hace treinta años, por Rainer María Rilke en el primero de Los sonetos a Orfeo, nada más abrir el libro: «Entonces se levanta un árbol. Voz divina/ ¡de Orfeo! ¡Oh canto! ¡Pura elevación!».[6] Y de la mano de Orfeo y de Rilke, ninguna conversación tan extraordinaria como la que mantiene Joan Vinyoli con la constelación de Orión. Porque es así como arrancan los Cants d'Abelone, a través de los cuales --con la voz que el poeta presta a esta figura de Rilke, Abelone-- Vinyoli no sólo se dirige sino que también increpa a la constelación, se dirige a ella de tú a tú, con ruegos y órdenes: «Detén el vuelo, ensánchate, [7] Orión, / crea más noche; que pueda perderse/ en ella esta vida que ha surgido/ de pronto en mí».

¿Quién no reconoce, en esta unión de tres poetas y un dios, el esfuerzo por una unión verbal posible entre la naturaleza física y la naturaleza humana? Sin embargo, entre nosotros, fuera de estos parámetros literarios, la voz de las cosas y con las cosas ha quedado absolutamente relegada, proscrita. Como si hubiéramos decidido por mayoría, casi unánimemente, no sólo que los árboles, la tierra o los ríos no hablan, sino que no tienen nada que decir.

Volviendo a la llamada que hace Abelone a las estrellas de Orión, percibimos una resonancia bíblica en las palabras que inician el Càntic de Moisès: «Callad, oh cielos, que hablaré;/ ¡escucha tierra, mi vaticinio!/ Mi doctrina caerá como la lluvia/ serán como rocío mis palabras, / como la llovizna que riega la hierba, / como un chubasco sobre los prados.» Ahora bien, los dos cantos van en sentido contrario: Moisés se dirige a la tierra porque encarna el descendimiento del sonido de Dios, [8] la honda, la ensurcada [9] inscripción de los Mandamientos. Vinyoli-Abelone, en cambio, se dirige a Orión desde la tierra, para expandirse, para perderse en la noche que él mismo ha mandado a Orión crear. Nada de dios, por tanto. La voz que se eleva tanto y tan lejos, es una voz humana: una emanación absoluta, pero humana, de canto, capaz sin embargo de hacer vibrar lo más remoto e inerte. Ciertamente, en esta voz que alcanza el océano celeste, aunque hable a la naturaleza física, aunque la naturaleza física parezca tener una voz expectante, aún es la naturaleza humana la que habla.

En este sentido, quizás deberíamos sopesar la apropiación que hemos hecho los humanos del uso exclusivo de la voz [10] y pensar hasta qué punto, con nuestra voz, participamos de una voz más amplia e indiscriminada, tanto da, al fin y al cabo, si es de algo o si es de alguien.

Ya es bastante que hayamos hecho del mundo instrumento de nuestra palabra y no emisor de la suya propia. Quizás es hora de plantearnos, todos juntos, que si la tierra ha engullido el silencio de dios, si la tierra no tiene o no nos parece hoy que tenga una voz divina, sería bueno que tuviera, al menos, una voz democrática. ¡Qué, en definitiva, sólo suene el mundo, si es que los dioses ya no suenan! Porque la tierra tiene derechos. Y el derecho a voz, a alguna forma de voz, es fundamental, en la medida que, más allá de cualquier convención social, poética o religiosa, el uso y abuso de los elementos naturales proviene, en gran medida, de no darles una voz, de amordazarlos y ni siquiera considerar las señales de habla que nos puedan hacer sino, más bien desatender su, por otra parte, tan rotunda expresividad. La idea tradicional de paisajeTeresa Brennan, Exhausting Modernity (2000), Carles Guerra concluye que «no deberíamos ignorar que los recursos naturales son explotados hoy en día de la misma manera que lo era el proletariado en el siglo XIX, sin tan siquiera tener derecho a tomar la palabra». [11] que obliga a la tierra, que la condena, a la visualidad pura, no ha hecho más que contribuir a todo esto. Podríamos incluso considerar que la forma pintoresca de representarlos, ha silenciado los motivos definitivamente. Porque la extracción de voz y el socavamiento al que es sometido el motivo en la pintura de paisaje difiere poco de la extracción continua de fuentes de energía y materias primas al que es sometido el territorio real. No en vano, y a partir de un libro de

Esta extracción territorial de la voz como señal de sometimiento y, al mismo tiempo, esta estampa engañosa de un paisaje condenado a la visualidad quedan planteadas ya en el célebre libro La primavera silenciosa que Rachel Carson publicó en el año 1962. El espléndido paisaje agrario, ufano y ubérrimo que la autora describe, aunque sin ningún rumor de vida animal por efecto de los pesticidas, sería, en este sentido, una imagen bien inquietante, extendida y enorme de la pintura de paisaje.

La tiranía de las formas de silencio sobre la vida no humana resulta un hecho bien remarcable. Frente a este sentimiento de injusticia mineral, de injusticia forestal, de injusticia hidráulica... es urgente que nos planteemos cómo podemos hacer que la tierra y el espacio y los demás seres vivos puedan autorrepresentarse públicamente. Cómo, tanto su voz real como la voz divina o poética que en algún momento les hemos concedido, puede traducirse, hoy en día, en una voz política. Cómo podemos deslindar, en esta voz de todos los elementos que siempre hemos hecho portadora de nuestros mensajes morales, otra más imparcial. ¿Quién o qué, en nuestro presente mundial, puede hablar en su nombre? ¿Cómo se podría hacer hablar por ellos mismos a aquellos en nombre de los que hablamos? Siempre con la comprensión de que son ellos, los elementos, los que tienen derecho a hablar, no que se lo hayamos dado nosotros. [12]

Al fin y al cabo, al margen de esta voz propia de las cosas y los lugares, está bien darse cuenta de que sobre todas las cosas y los lugares, sean los que sean, hay un poso milenario de voz humana, y por tanto una cierta deuda con la gente que nos ha precedido. En ocasiones, frente a determinadas intervenciones urbanísticas, nos decimos: ¿cómo podemos hacer esto con una tierra con tanta experiencia literaria, de literatura nuestra y suya? ¿Cómo somos capaces?

Aun con todo, cuando observamos desde el aire las extensas y grafiadas redes viarias o, si es de noche, el dibujo de luces de las poblaciones --como una escritura monumental repleta de signos, de caracteres, de expresiones-- entonces, como Verdaguer con los pájaros, también podemos preguntarnos: ¿qué dicen los humanos?


Notas: el texto incluye el vínculo a la nota correspondiente.

Texto original: http://habitat.aq.upm.es/boletin/n32/apjau.es.html

No hay comentarios: