¿Y si esos laberintos imaginados y creados no fueran más que una proyección de nuestra propia alma aprisionada en un cuerpo?
O una forma de consuelo: creer que es posible atravesar nuestros muros imaginarios e introducirnos, sin límites, en otros laberintos…
O, mejor, ¿no será que nuestra existencia lleva en sí la forma errática del laberinto, y que no somos más que eternos vagabundos buscando la salida?
Andrea Villar
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