I- Réquiem para el hombre de barro - Juan Pablo Ringelheim

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“Entonces Yavé Dios formó al hombre con polvo de la tierra; luego sopló en sus narices un aliento de vida, y existió el hombre con aliento y vida”, así habló la lengua del Antiguo Testamento. El hombre de barro respiró desde entonces el aliento de Dios. Un aliento que provendría del aire, del espacio abierto entre cielo y tierra. Un aliento que no podría ser tomado del agua, como lo harían algunas bestias. Pues en el agua, el cuerpo de barro se desharía. “No respirarás del agua”: ese fue el interdicto orgánico de Dios. Desde entonces los niños tapan sus narices cuando se sumergen en el agua, para no disolverse, para retener y contener en su interior el aliento de Dios. “¡Oh!... ¡Que esta sólida, excesivamente sólida, carne pudiera derretirse, deshacerse y disolverse en rocío!... ¡O que no hubiese fijado el Eterno su ley contra el suicidio!”. Ha llegado el tiempo en que ese mañanero sueño de Hamlet se haga realidad. El milenario hombre de barro creado por el Padre se deshace ahora en un océano. Un océano informático. No se trata de un suicidio, sino de una definitiva metamorfosis.

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