La risa - Henri Bergson (fragmento)

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último fragmento extraído de La risa, en el explica el sentido y utilidad del arte y deriva a continuación hacia un análisis de la percepción de la realidad.
——————————————–------------------------------------------------------------------- “¿Cuál es el objeto del arte?
Creo que si la reali­dad viniese a herir directamente nuestros sentidos y nuestra conciencia, si pudiésemos entrar en comuni­cación inmediata con las cosas y con nosotros mis­mos, el arte sería nulo, o más bien todos seríamos artistas, porque nuestra alma vibraría entonces con­tinuamente al unísono con la Naturaleza.
Nuestros ojos, ayudados por la memoria, recortarían en el es­pacio y fijarían en el tiempo cuadros inimitables.(...) Oiríamos como una música alegre unas veces y las más veces triste, pero siempre original, que can­tara en el fondo de nuestra alma la melodía cons­tante de nuestra vida interior.
Todo esto se halla en torno de nosotros y en nosotros mismos, y sin em­bargo, nada de ello lo percibimos claramente.
Entre la Naturaleza y nosotros, ¿qué digo?, entre nosotros y nuestra propia conciencia viene a interponerse un velo que es muy tupido para el común de los morta­les y casi transparente para el artista y el poeta.
¿Qué hada tejió este velo? ¿Qué impulso la guió? ¿Fue la amistad o la malicia?
Era necesario vivir, y la vida exige que percibamos las cosas en la relación que tienen con nuestras necesidades. Vivir es obrar. Vivir es obtener de los objetos la impresión útil, y responder a ella por medio de reacciones apropiadas. Las demás impresiones tienen que oscurecerse o lle­gar a nosotros de un modo confuso. Miro y creo ver, escucho y creo oír, me estudio a mí mismo y creo leer en el fondo de mi corazón. Pero cuanto veo y cuanto oigo del mundo exterior, es simplemente lo que extraen de él mis sentidos para iluminar mi con­ducta.
Lo que conozco de mí mismo es lo que aflu­ye a la superficie, lo que toma parte en la acción. Mis sentidos y mi conciencia me aportan solamente una simplificación práctica de la realidad.
En la visión que de las cosas y de mí mismo me transmiten, quedan como borradas las diferencias extrañas al hombre, mientras que se acentúan las se­mejanzas prácticas, y quedan como trazadas de an­temano las sendas que mi actividad ha de seguir. Esas vías son aquellas por donde antes ya pasó la humanidad entera.
Las cosas han sido clasificadas según el partido que de ellas se podría sacar. Y esta clasificación es lo que yo percibo, más bien que el color y la forma de las cosas. Pero con esto el hom­bre es ya muy superior al animal. No es verosímil que los ojos del lobo sepan distinguir entre una ca­bra o un cordero, ni vean en ambos otra cosa que dos presas fáciles igualmente buenas para ser devo­radas. Nosotros sabemos distinguir la cabra y el cor­dero, pero ¿distinguimos una cabra de otra ni un cordero de otro? La individualidad de las cosas y de los seres se nos escapa siempre que el hecho de ad­vertirla no suponga una utilidad material. Y aun en los casos en que la percibimos (como cuando hace­mos distinción entre dos hombres), no es la indivi­dualidad misma, es decir, cierta armonía de formas y colores completamente original lo que sorprenden nuestros ojos, sino tan sólo uno o dos caracteres que han de facilitarnos su reconocimiento práctico.
Por último, y para decirlo todo, muchas veces no llegamos a ver las cosas por sí mismas, pues frecuen­temente nos limitamos a leer las etiquetas que llevan adheridas. Esta tendencia, hija de la necesidad, se ha acentuado más aún bajo la influencia del lenguaje. Porque las palabras, salvo los nombres propios, todas designan géneros. La palabra que no anota sino la función más común de la cosa y su aspecto corriente, se insinúa entre ella y nosotros, y disfrazaría su forma a nuestros ojos si ya no se disimulase esta forma tras las necesidades que ha creado la palabra misma.
Y no son solamente los objetos exteriores, sino también nuestros propios estados de alma los que se sustraen a nuestro conocimiento en lo que tienen de íntimo, de personal, de originalmente vivido. Cuando experimentamos amor u odio, cuando nos sentimos alegres o tristes, ¿estos sentimientos lle­gan a nuestra conciencia con los mil matices fugitivos y las mil resonancias profundas que les convierten en algo absolutamente nuestro? De suceder así, todos se­ríamos novelistas, poetas o músicos. Pero lo más fre­cuente es que no lleguemos a conocer de nuestro es­tado de alma más que su desarrollo exterior. No aprehendemos de nuestros sentimientos más que su aspecto impersonal, aquel que el lenguaje pudo fijar de una vez para siempre, porque viene a ser el mismo, en las mismas condiciones, para todos los hombres.
La individualidad escapa, pues, a nuestra obser­vación, aun en nuestro propio individuo. Nos move­mos entre generalidades y símbolos, vivimos como en un campo cercado en el cual nuestras fuerzas se miden prácticamente con otras. Fascinados por la acción, somos atraídos por ella hacia el terreno que eligió para nuestro bien.
Nos hallamos en una zona medianera entre las cosas y nosotros, pero fuera de las cosas y por fuera también de nosotros mismos. Y de cuando en cuan­do, como por distracción, engendra la Naturaleza almas más desprendidas de la vida. No hablo de ese desprendimiento premeditado, razonado y sistemá­tico, obra de la reflexión y de la filosofía. Hablo de un desprendimiento natural, innato a la estructura del sentido o de la conciencia que se reve­la al punto por una manera, en cierto modo virginal, de ver, oír o pensar. Si este desprendimiento fuese completo, si el al­ma no se adhiriese a la acción por ninguna de sus percepciones, sería un alma de artista como aún no ha habido en el mundo. Este artista descollaría en todas las artes a la vez, o más bien las fundiría todas en una sola. Percibiría todas las cosas en su pureza original, tanto las formas, los colores y los sonidos del mundo material como los más sutiles movimien­tos de la vida interior.
Pero sería pedir demasiado a la Naturaleza. Has­ta para aquellos que ella creara artistas, no ha le­vantado completamente el velo; sólo lo ha levanta­do accidentalmente y por un solo lado. En una sola dirección ha dejado de enlazar la percepción con la necesidad. Y como cada dirección corresponde a lo que llamamos un sentido, por uno de sus sentidos y por él nada más se entrega el artista generalmen­te al arte. De ahí la diversidad de las artes en su origen. De ahí también la especialidad de las predisposiciones. Al uno le atraen los colores y las formas, y como ama el color por el color y la forma por la forma, al percibirlas por ellas mismas ve transparentarse la vi­da interior de las cosas a través de sus formas y de sus colores. Poco a poco la hará entrar en nuestra percepción, desconcertada al pronto. Por un instan­te al menos, nos despojará de los prejuicios de for­ma y de color que se interponían entre nuestra reti­na y la realidad. Y así realizará la suprema ambición del arte, que es la de revelarnos la Naturaleza.
Otros se replegarán más bien sobre sí mismos. Bajo los mil actos que dibujan la superficie de un sentimiento, tras la palabra corriente que expresa y recubre un estado de alma individual, irán a buscar el sentimiento puro, el puro y simple estado de alma. Y para inducirnos a tentar este mismo esfuerzo con nosotros mismos, se ingeniarán por hacernos ver al­go de lo que ellos han visto. Mediante asociaciones de palabras, que al organizarse en un todo se ani­man de una vida singular nos dicen, o más bien nos sugieren, cosas para cuya expresión no parecía estar hecho el lenguaje. Otros trazarán surcos más hondos todavía. Bajo estas alegrías y estas tristezas, que en rigor pueden traducirse en palabras, sorprenderán algo que no tiene ya nada de común con la palabra, ciertos rit­mos de vida más íntimos al hombre que sus más ín­timos sentimientos, porque son la ley viva de sus desmayos y sus exaltaciones, de sus pesares y sus es­peranzas. Acentuando esta música la impondrán a nuestra atención y harán que la compartamos ínti­mamente, como un transeúnte que alterna en una danza. De este modo harán también que algo se con­mueva en el fondo de nuestra alma, pues para vibrar sólo aguardaba ese momento.
Así, pues, el arte, pintura, escultura, poesía o mú­sica, no tiene otra misión que apartar los símbolos corrientes, las generalidades convencionales acepta­das por la sociedad, todo, en fin, cuanto pone una máscara sobre la realidad, y después de apartada ponernos frente a la realidad misma.
Una mala inte­ligencia sobre este punto ha dado origen a la cues­tión de realismo e idealismo en el arte. El arte es una visión más directa de la realidad. Pero esta pureza de percepción implica una ruptura con los convencio­nalismos, un innato desinterés localizado especial­mente en el sentido de la conciencia, en suma, una cierta inmaterialidad de la vida, que es lo que siem­pre se ha llamado idealismo. De modo que podría­mos decir, sin jugar en modo alguno con el sentido de las palabras, que el realismo está en la obra cuan­do el idealismo está en el alma, y que sólo a fuerza de idealidad puede llegarse a estar en contacto con la realidad.
El arte dramático no constituye excepción a esta regla. Lo que el drama va a buscar para sacarlo a ple­na luz es una honda realidad velada por las necesida­des de la vida, muchas veces para nuestro bien. ¿Pe­ro qué realidad es ésta? ¿Cuáles son esas necesidades? Toda poesía expresa estados de alma. Los hay que nacen del contacto del hombre con los demás hom­bres, y son los sentimientos más intensos y los más violentos también. Así como las electricidades se lla­man y se acumulan entre las dos placas del condensa­dor, hasta saltar la chispa, así también, el solo hecho de ponerse unos hombres en presencia de otros, pro­duce atracciones y repulsiones profundas, desequili­brios, y por último la electrización del alma, que constituye la pasión. Si el hombre se abandonase al movimiento de su naturaleza sensible, si no hubiese leyes sociales ni morales, estas violentas explosiones de sentimientos serían lo corriente en la vida. Pero es útil conjurar estas explosiones; es necesario que el hombre viva en sociedad, y por consiguiente, que se atenga a una regla. Y esto que aconseja el interés lo ordena la razón: hay un deber y es nuestro destino obedecerle. Bajo esta doble influencia ha debido irse formando una capa superficial de sentimientos y de ideas que tienden a la inmutabilidad, que querrían cuando menos ser comunes a todos los hombres, y que encubren, cuando no logran apagarlo, el fuego interior de las pasiones individuales. El lento pro­greso de la humanidad hacia una vida social cada vez más pacífica ha consolidado poco a poco esta capa, al modo como la vida del planeta mismo ha si­do un largo esfuerzo para recubrir de una corteza só­lida y fría la masa ígnea de los metales en ebullición. Hay, sin embargo, erupciones volcánicas. Y si la tie­rra fuese un ser vivo, como imaginaba la Mitología, creo que habría de gustarle, aun sin interrumpir su reposo, soñar con esas explosiones bruscas en las que de pronto vuelve a resurgir lo que guarda en su fon­do.” (Págs. 113-120) “[La] diferencia esencial, entre la tragedia y la co­media, la una ocupándose de los individuos y la otra de los géneros, se traduce aún de otro modo. Apare­ce en la primera elaboración de la obra. Se manifies­ta, desde el principio, por dos métodos de observa­ción radicalmente opuestos. Por paradójica que pueda parecer esta afirma­ción, no creo que el poeta trágico necesite observar a los demás hombres. En primer lugar, sabemos que poetas muy grandes han hecho una vida retiradísi­ma, sumamente burguesa, y no han tenido ocasión de asistir al desenfreno de las pasiones, cuya fiel des­cripción nos legaron. Pero aun suponiendo que hu­biesen presenciado ese espectáculo, no sé si les ha­bría servido de gran cosa. Lo que nos interesa verdaderamente en la obra del poeta es la visión de hondos estados de alma, de ciertos conflictos com­pletamente íntimos. Ahora bien; esta visión no se obtiene desde fuera. Las almas no son mutuamente penetrables. Nunca percibimos exteriormente más que ciertos signos de la pasión. Y estos signos, aunque defectuosamente, no somos capaces de interpre­tarlos sino por analogía con lo que nosotros mismos hemos experimentado. Experimentamos, pues, lo esencial y sólo podemos conocer a fondo nuestro propio corazón, cuando lo conseguimos. ¿Quiere es­to decir que el poeta haya pasado por lo que descri­be, que se haya visto en igual situación que sus per­sonajes y vivido toda su vida interior? También en este punto nos desmentiría la biografía de los poe­tas. Además, ¿cómo va a suponerse que Macbeth, Otelo, Hamlet, el rey Lear y tantos otros persona­jes hayan sido un mismo hombre? Si acaso habría que distinguir entre la personalidad que se tiene y todas las que se hubieran podido tener. Nuestro ca­rácter es un resultado electivo, sin cesar renovado. Hay puntos de bifurcación, aparentes al menos, a lo largo de nuestro camino. Son muchas las direcciones que entrevemos, aunque sólo una de ellas nos sea dado seguir. Volver sobre sus pasos y seguir hasta el final las direcciones entrevistas: en esto me parece que con­siste precisamente la imaginación poética. Reconoz­co que Shakespeare no fue Macbeth, ni Hamlet, ni Otelo; pero hubiera sido estos diversos personajes si las circunstancias y el consentimiento de su volun­tad hubiesen convertido en una erupción violenta lo que sólo era en él una sacudida interior.
Es engañar­se respecto al papel de la imaginación poética eso de creer que compone sus héroes con retazos cogidos a diestro y siniestro, en torno suyo, como si se tratase de un traje de Arlequín. Nada vivo saldría de esa amalgama.
La vida no se recompone. Se deja con templar y eso es todo. La imaginación poética no puede ser otra cosa que una visión más completa de la realidad. Si los personajes que el poeta crea nos dan la impresión de la vida, es porque son el poeta mismo, el poeta multiplicado, el poeta ahondando dentro de sí mismo en un esfuerzo de observación interna tan poderoso que sorprende lo virtual en lo real y vuelve a tomar, para hacer una obra comple­ta, lo que la Naturaleza le dejó abocetado o como simple proyecto.” (Pág.124-126)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mirta ese artículo es impresionantemente claro sobre una cuestión que tenemos que refrescar... nuestra distancia de las "cosas"; nuestra necesidad de responder, de ver, de saborear. Eso es realmente existir. Pues nos muestra el verdadero rostro de lo que hacemos, deseamos y perseguimos. Es excelente. Merece que lo compartamos y comentemeos. No tiene desperdicio. Mil gracias.
Maigo